No entendía cómo podía haber sucedido, pero debía solucionarlo. Sentía que brotaba por todo mi cuerpo el sudor que provoca la vergüenza, otra vez debería dar minuciosas explicaciones sobre lo mismo. Pero, indudablemente, no tenía otra alternativa, ya lo dijo Serrat: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.

Eran las 20.45 y no me podía ir a dormir con semejante preocupación. Ya no estaba sentado en mi escritorio respondiendo correos electrónico o jugando mi diaria partida de ajedrez. Me había puesto de pie, caminaba de aquí para allá, desplazándome por mi sala como un león enjaulado. Mientras, mi ordenador permanecía encendido mostrándome la copia del antiguo documento.

Mala decisión fue servirme una generosa taza de café, y seguramente no sería la última taza, ni tampoco la última mala decisión, pensé mientras comenzaba a beber la oscura infusión.

Volví a mi silla, gracias a su sistema giratorio lograba mitigar mi desorientación. Lentamente, comencé a realizar un pormenorizado análisis de la situación. “Hay que aceptar el error”, pronuncié a viva voz, aunque nadie me escuchaba, y después expulsé un intenso suspiro. Toda la familia estaba en un error, a muchos no les afectará, supuse, pero a mi hijo mayor y a mí nos producirán íntimos y profundos cambios. Aceptaría dar las aclaraciones pertinentes, porque fui yo quien dio la exacta respuesta, considerada así hasta hacía minutos.

Faltaba poco para que llegara la media noche, pero mis ojos permanecían abiertos como los de un búho. Recordaba la reunión familiar en la ciudad de Vitoria, capital del País Vasco. Era la primera vez que estaba en España, había decidido visitar el lugar donde mi hijo y su esposa vivían, y conocer la familia de Maitane, mi nuera, vascos de toda la vida. Hacía mucho frío, eso nunca lo olvidaré, me había colocado dos pares de calcetines, dos suéteres más una abrigada campera para asistir a la cena, pero aun así tiritaba. Mi hijo Gerardo reía y me ofrecía un chupito de orujo que yo con poca gentileza rechazaba.

Maitane me había preguntado en Buenos Aires, al poco tiempo de comenzado su noviazgo, sobre el árbol genealógico de mi hijo, apodado “Gery” desde niño, limitándole tanta severidad y solemnidad que da su verdadero nombre. En las salas de cine se estaba proyectando una risueña comedia llamada los Ocho apellidos vascos, y ella conocía muy bien sus apellidos. Su pregunta me expuso ante la ignorancia, apenas pude responderle con tan solo cuatro apellidos, prometiendo averiguarle el resto. Ezequiel y Leandro, mis otros dos hijos, insistían en ello.

Había elegido con sumo esmero la compra de algunos presentes para entregarles a mis nuevos familiares, una añeja botella de vino de la finca Navarro Correas, caramelos de dulce de leche dispuestos en una bonita caja de madera, un disco antiguo, usado, de Carlos Gardel, los denominados de pasta, cantando “El día que me quieras”. Estos obsequios se los entregué a mis consuegros en aquella conmovedora reunión, más un sobre gris plomo, que tuvo como destinataria a mi nuera.

En su interior estaba desarrollado el árbol genealógico familiar de su esposo, en un papel satinado, con tipografía Bookman Old Style.

Reconstruir la descendencia me insumió mucho tiempo y esfuerzo. Pero gracias a una tía abuela solterona pude recabar la preciada información, porque ella conservaba ciertos documentos. Esto me permitió conocer el nombre del primer vascofrancés llegado a la Argentina en los años 1880, y obviamente el nombre del primer descendiente sudamericano, mi bisabuelo, llamado Juan Miguel Deslous, que, para mi sorpresa, no era argentino como suponía, ya que el historial familiar relata que él nació en el barco mientras cruzaba el océano. Entonces, sus padres Miguel Deslous y Magdalena Coy lo bautizaron y también le dieron la nacionalidad de la República del Uruguay por ser el primer puerto donde el popular transporte de esa época amarró.

Eran muchos más que ocho los apellidos reunidos. En aquel encuentro hubo caras sorprendidas y varios comentarios alusivos, la sonrisa de Maitane era auténtica, la había sorprendido, también a mi hijo, aunque él estaba más interesado en querer conocer los nombres de los familiares.

Pero… hoy la realidad me dice que habrá una enmienda, la mala y vergonzosa noticia produce un cambio y deberá aceptarse, quizás era absurdo después de tanto tiempo, pero sincero.

Todo parecía tener un cierto orden y encajar perfectamente; sin embargo, el correo electrónico que tenía frente a mí refutaba ese árbol genealógico, poseía información clara y castellana. Después de dos largos años de haber entregado aquel sobre de color plomizo a mi nuera, con entusiasta expectativa, había recibido hoy este dichoso correo, con copia del auténtico certificado de bautismo uruguayo según la iglesia Inmaculada Concepción. Allí se leía el nombre y apellido de mi tatarabuelo y el nombre de mi tatarabuela, pero con otro apellido: “Davant”.

La noticia me había robado el sueño, el descanso, incluso la mismísima noche, porque decidí esperar la madrugada, contemplando el cambio horario, para informar el acontecimiento.

Comencé a redactar un escrito, inesperadamente cambiaba la genealogía familiar, mientras lo hacía, mi alma alcanzaba la paz que brinda la verdad, ya no me refería a malas noticias, sino a buenas correcciones. Intenté explicar el hecho y adjunté la imagen del documento. Finalmente, describía la alegría de poder corregir mis errores, porque siempre consideré que uno aprende más de ellos que de sus virtudes, y es de hombres equivocarse, pero de necios persistir en el error.

Envié esta carta a todos los contactos involucrados, a las cuatro de la madrugada de una serena noche. Pensé en aquel bautismo, fui en busca de una fotografía, donde estoy con mis abuelos Aparicio Deslous y Carmen San José, la coloqué junto al retrato de mis padres Alberto y María Concepción Fioretti.

Me sentí feliz, “como un niño cuando sale de la escuela”, como dice Serrat.

Alberto Deslous

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