En el Hospital Salvador de Providencia estaba mi padre hospitalizado y en una de las horas de visita en que lo voy a ver me dice que vayamos a comer pescado al centro de Santiago como lo hacíamos siempre, que lo liberara de las brujas que lo habían atado a la cama – Tras fallidos intentos de fuga según me contaron las enfermeras – Le digo que no lo puedo sacar, que cuando se recupere iremos al restaurante »El Santo», ubicado detrás del ex portal de las carteras frente a Plaza de Armas, a un costado del Tarragona. Me dice que bueno, pero no sin una mirada vacilante me dice luego: vamos ahora y andemos a caballo por la plaza abriendo sus enormes ojos verdes con una sonrisa infantil.

Pensando en la sinceridad de su mirada, me di cuenta de los hechos y he tomado una decisión. Su caída es inminente. Burlando las miradas de las enfermeras, doctores, guardias y los demás pacientes, lo desato, lo tomo de la mano y lo secuestro del hospital sin vacilaciones.

Era un día soleado cuando me lo llevé del hospital y luego de un cambio de planes tomamos un tren en el terminal de Estación Central rumbo a Chillán como siempre lo quisimos hacer y nunca lo hicimos hasta ese momento. La felicidad me inundaba, por fin cumplía lo que me prometía desde niño, solo que ésta vez yo soy el impulsor del disparate y del camino a la acción.

A medida que avanzaban las estaciones, mi padre decaía más en su estado, su cuerpo se volvía más pequeño y enfermizo, su piel más oscura y arrugada mientras su cabello antes siempre largo a la altura de las orejas y peinado hacia atrás, ahora estaba quebradizo, más corto y por todo su cuerpo. Su tamaño se había reducido tanto que decidí por tomar una caja de galletas de un kiosko ubicado en el andén de una de las estaciones, y depositarlo en ella para luego cubrirlo con una manta negra que traía conmigo.

Mi padre fiel a su instinto trataba de huir de la caja que lo apresaba, que nadie lo vea en sufrimiento, haciendo recuerdo su típico orgullo y la necesidad de estar consigo mismo, libre y sin obligaciones. Lo retuve cuantas veces pude hasta que su cuerpecito cansado no resistía ya su propio peso, mostrando sus dientes y viejos colmillos frente a su jadeante respiración.

Llegando a la estación final del tren noto más detalles de su cuerpo, los pelos que le decoraban eran negros con matices grises, y dos manchas blancas le figuraban unos lentes en su rostro. Sus ojos verdes seguían intachables si no fuera por la pupila ya no circular, sino una ranura negra y profunda como la de los felinos.

Caminamos por mucho tiempo buscando la casa de su infancia, donde lo quise llevar siempre. Era un día muy seco, y de tanto andar nos perdimos. Tan solo veía a lo lejos un cerro con escasa vegetación detrás de unas casas difusas, todas iguales, de techo a dos aguas y pareadas con rejas negras limitando su ante jardín. Casas muy parecidas a las de mi infancia en la Villa Italia en la comuna de La Florida.

A lo lejos se ven dos jóvenes sentados en la cuneta. Dejo a mi padre encargado a un perro pequeño y negro del lugar tipo salchicha de patas cortas y buen ánimo mientras yo me acerco a los jóvenes.

A medida que me acerco noto más detalles y distingo a uno rubio, blanco de camisa verde con una mirada pétrea similar a los maniquíes, mientras la otra joven también rubia y de pelo largo sólo que sin rostro. Les pregunto la dirección de la casa de mi padre y me señalan con la mano una dirección, y llamo con un chiflido al perro que traía a mi padre envuelto en su cuello.

El perro llega donde estoy yo, y me pongo de cuclillas para retirar a mi padre que ya se había fundido con el cuerpo negro del perro. Me costó identificar dónde empezaba uno y terminaba el otro. Estiro mi mano y voy formando un bulto que voy jalando hacia mi. Distingo sus patas, sus orejas, su cuerpo peludo y sus enormes ojos verdes. Ya no se movía, era un peso inerte pero sus ojos podían seguir mi mirada.

Cuando lo retiré completamente el perro que me lo acercó atacó su cuerpecito lanzando un chillido abrumador. Estirando fuerte mi brazo contrario a su posición se lo gano e introduzco a mi padre al interior de una casa para protegerlo (de la casa sólo se distinguía la reja verde y un techo cubriendo el antejardín completamente oscuro).

En el instante en que protejo a mi padre en aquel lugar, travesando rápidamente la oscuridad de la casa aparece un pastor alemán con una mirada inquisidora arrebatandome de las manos a mi padre y mordiendole el cuello con movimientos bruscos zamarreando todo su cuerpo. Mi padre me mira, y ya sé que está todo perdido.

Despierto repentinamente sudado completo y con el corazón latiendo apresuradamente, me levanto a la cocina a tomar agua y así poder relajarme un poco y distraerme. Al abrir la puerta de mi cuarto, el gato del departamento entra rápidamente a mi cuarto y da un salto sobre mi cama desde donde me queda mirando fijamente a los ojos. No dice nada, como sabiendo la tragedia de mi sueño.

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