Llegando a casa me desnudé, como de costumbre estaba súper acalorada. Fui directo al baño, me lavé muy bien las manos y la cara. No hacía tanto calor, pero ese día había sido un verdadero caos. En la librería donde trabajaba hicimos por tercera vez en la semana un simulacro del simulacro y a las once en punto como estaba previsto, participamos en el mega simulacro en la ciudad. Había muy poca gente en la librería, sin embargo, hubo que cumplir con todos los puntos del protocolo de seguridad. ¡Un verdadero desmadre! Me puse una playera fresca, eché un vistazo en el cuarto de mis padres. Madre estaba dormida y una nota de papá en la mesita de noche donde decía que iba al supermercado.
Es 19 de septiembre 1985 7:43 a.m. A la hora del terremoto manejo tranquilamente llevando a mis hermanos a la escuela y el terremoto interrumpe el fluir de los autos… intrépida aprovechado la confusión, me paso los semáforos que se han apagado, dejo el caos vial atrás y logro llegar a tiempo. La radio del auto no sirve. Estaba renegando por el tráfico cuando comencé a percatarme de la tragedia que estaba viviendo la ciudad. Fue una época triste y dolorosa para muchos… de miedo, y de olvido para otros. ¡Impresionante para mí!, pero la vida sigue, y sí, la vida siguió.
Ya es más de medio día y apenas estoy empezando a trapear. Estoy en “modo” ama de casa con la radio a todo lo que da, escucho un merenguito para llenarme de energía.
Siento el primer jalón y tiro el trapeador por un lado, corro a la puerta del cuarto de mi madre y entonces suena la alarma sísmica, las llaves, la bolsa de supervivencia, mis zapatos, no puedo caminar. Todo se mueve y los pedazos de techo y pared empiezan a caer, estoy paralizada por tres segundos, luego rápidamente gateo al triángulo de vida entre la un mueble y la pared. Cubro mi cabeza con los dos brazos… padre nuestro que estas en los cielos… padre amoroso, cuida de mi niño lindo, que es mi tesoro más grande y que solo es un niño… mexicanos al grito de guerra… un, dos, tres, escóndela, uno, dos tres, escóndela… perdiste, te sales.
Todo está obscuro, trato de moverme, pero algo me duele horrible. No sé qué parte del cuerpo es, pero estoy segura de que estoy muy rota. Cierro los ojos y trato pensar en algo que no sea dolor y miedo. No puedo ver nada y respirar es muy difícil. El corazón me retumba en los oídos. Recuerdo que no estoy sola en mi departamento, cuarto piso del lado derecho del elevador. Trato de tragar saliva, pero no hay, estoy seca, seca y vacía. Seca, vacía, desnuda… no puedo moverme.
Mi padre estaba en el supermercado, mamá que estaba con bronquitis dormía en su recámara y Santi estaba en la escuela. Debía darme prisa para terminar de trapear, para luego hacer la comida e ir por él a la escuela. Quiero ponerme de pie, gritar, llorar, moverme, pero no, nada es posible.
¡El terremoto, si!, mi corazón late a toda prisa, tengo algo atorado en la garganta… ahora recuerdo; la alarma sísmica, los gritos de mi madre, mis propios alaridos, mi mano en el picaporte de la puerta, el techo caído al abrir… ¡quiero llorar; ¡quiero gritarle a mi mami, quiero que venga y me salve, quiero ir y salvar a mi hijo, que mi padre venga y nos salve a todos! Silencio. Solo silencio. ¿Duermo?, quizá; quizá y todo es un mal sueño, quizá en unos momentos venga mi padre enojado a despertarme porque se nos hizo tarde otra vez, quizá venga para llevarme a la escuela mientras fuma su cigarrillo y yo brincoteo en la banqueta, con mi torta de jamón en la mochila.
El tiempo se ha detenido y desde este espacio que es solo mío, puedo ir afuera y respirar el aire tibio de la tarde. Veo los colores de las nubes que siguen su paso sin detenerse, mientras que el sol comienza a meterse muy lentamente. Aquí ya es domingo, un domingo cualquiera. El papá de Santi se ha ido y el dolor de la herida ha cerrado. Todos estamos ya perdonados. Me encuentro con Santi y puedo sentir su manita agarrada firmemente a la mía, me pongo en cuclillas para que me convide de su helado. Al cruzar su mirada con la mía, sus ojos brillantes me llevan al infinito. Caminamos descalzos, despacio sobre el pasto del parque, mientras mis padres sentados en una banca nos contemplan desde lejos.
Ya no hay dolor ni lágrimas, ni gritos ni escombros. solo queda el silencio de una paz deliciosa desde donde todo es gozo sublime y recuerdo amoroso.
Luego un rayo de luz hiere mis ojos casi cerrados, ruido. Aplausos. Alguien me hace preguntas. Silencio.
Hoy, veintidós días después del terremoto regreso a casa caminando. Al acercarme al edificio, de entre los ladrillos se asoma la ropa de mi madre y me saluda como dándome la bienvenida. Su bufanda roja, su blusa de seda color hueso y otras muchas prendas que comienzan a deslavarse con mi llanto, permanecerán atrapadas en mi mente y desde los escombros me llamarán a gritos para siempre. Siento un gran vacío. Devastación, soledad, y miedo… mucho que hacer para reconstruir una familia.
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