Leonardo Gutiérrez
Tiempo después, al pasar por el frente de la casa donde vivía la seño Dora, recordé aquella mañana en la que, por vez primera, pisamos mi hermana Rebequita y yo, la inmensa terraza, dispuestos a entrar a ese desconocido mundo del aprendizaje del alfabeto al que mi madre nos enviaba. Ese día, recordé el momento en que, tímidamente, tocamos la puerta que, al abrirse, nos dió paso a la sala y al comedor, hasta llegar al inmenso corredor en el que aprenderíamos las primeras letras que habrían de acompañarnos por el resto de mi vida.
Yo tenía, en ese entonces, seis años y sólo hasta los siete, me recibirían en la escuela pública.
Todo ocurrió cuando mi madre, días atrás, nos anunció con voz autorizada, pero amable y firme a la vez, que faltaba poco para matricularnos en la escuela pública, que teníamos que ir donde la seño Dora para aprender las primeras clases. No recuerdo bien el alcance de esas palabras; lo que si recuerdo bien fue que, para mí, enfrentarme a ese mundo desconocido de las primeras letras, quizá, sería mejor que permanecer en casa enfrentando los regaños que me daban.
Creo que fue la mejor decisión que tomé, que valía la pena correr el riesgo, que a lo mejor la seño Dora no sería tan estricta en la enseñanza de las primeras letras, como si lo eran las reglas exigidas en casa para mantener el orden en el núcleo familiar que ya rondaba las diez personas. Además, nos habían comprado un maletín de cuero, color café, con una franja en la parte superior en la que resaltaban las letras A, B, C…, con vivos colores que derrotaban cualquier resistencia. Una cartilla abecedario, una pizarra y un gis era todo el arsenal que llevábamos dentro del maletín para enfrentarnos a ese nuevo mundo.
La casa de la seño Dora era grande. La inmensa terraza del frente derramaba frescura por las tardes, cuando el sol empezaba a buscar refugio. Nosotros no iríamos por las tardes donde la seño Dora, iríamos por las mañanas, cuando el sol todavía no estaba cansado, directo al corredor de la parte de atrás, que ofrecía un espacio fresco, similar al de la terraza del frente.
Un patio inmenso, surcado por un jardín y un bosque con toda clase de árboles frutales y atravesado por un arroyuelo que, más tarde, supimos que se llamaba Malagatón, se ofrecía a la vista. Toda clase de aves se refugiaban allí. Desde muy temprano revoloteaban de un lado a otro soltando toda clase de cantos, al compás del sonido de una cascada, escondida en algún lugar del bosque. Canarios, loros, azulejos y guacamayas, eran las aves más abundantes. Picoteando el suelo, veíamos gallinas, gallos, patos y pavos. Un par de perros somnolientos, con aire de guardianes, permanecía apostados cerca de un portón trasero
A, b, c, d, decía la seño Dora, el primer día de clases. A, b, c, d, repetíamos nosotros, con voz entrecortada y apenas perceptible. Su mano era blanca y delicada y su voz, como un canto, parecía sumarse al canto de las aves y a la del arroyo. A mí se me hacían que eran un solo canto. Al finalizar la segunda semana ya recitábamos las últimas letras del alfabeto y distinguíamos las mayúsculas de las minúsculas. Pero lo difícil estaba por llegar, cuando pasamos a distinguir vocales y consonantes, y empezamos a entrelazar unas con otras, hasta formar palabras articuladas que, poco a poco, empezaban a tener algún sentido y nos sumergían en un mar de significados.
La eme con la a, ma; la eme con la e, me; la be con la e, be, y, así, vocales y consonantes, sílabas y sílabas, jugando a articularse y a pronunciarse de la mejor manera, hasta que nuestros oídos se acostumbraron a las expresiones: mamá me ama, la abuela ríe, papá bebe, el niño llora. A las pocas semanas, al melodioso canto de la voz de la seño Dora, al de las aves y a la del arroyo, se sumaron el de la cascada, el canto del gallo y, más tarde, el susurro del bosque, y el de los ladridos de los perros. Al enjambre de sonidos, se unía también el aroma que brotaba de las flores del jardín y el de los azahares de los naranjos, limoneros y guayaberos que se esparcían por doquier y se adherían a nuestras manos.
La seño Dora sentía que yo buscaba conjugar el coro que brotaba del bosque al de su voz y al aroma de los azahares. Entonces, me tomaba la mano que sostenía el lápiz y sentía que sonidos y aromas se impregnaban a las formas que dibujábamos sobre el cuaderno. Cada mañana, dibujábamos formas diferentes, primero en ese primer cuaderno que llevamos, luego en otro y en otro.
Al inicio de las clases en la escuela pública, la maestra preguntó quiénes conocíamos las letras del alfabeto. En ese instante comprendí el significado de lo que mamá quería decirnos con lo de llegar adelantado, pero entendí mucho mejor lo que la seño Dora nos había dicho con aquello de que las palabras, como las frases, tenían también sonido, igual al que brotaba del canto de las aves y al del susurro del bosque, y despedían también el aroma de los azahares; que bastaba con tomarlos y, en ese momento, entendimos que había cumplido fielmente su misión de entrarnos al mundo mágico del sonido de las palabras.
Aquel lejano día, al pasar por el frente de la terraza, sentí que los sonidos que en otros días nos habían acompañado para aprender las primeras letras, se habían marchado la misma noche del suicidio de Mayito, la hija de la seño Dora, y ese silencio que siguió a su partida, pareció impregnarse en cada rincón de la casa y en la terraza bordeada de balaustres blancos que un día nos acogió con nuestra tímida decisión de aprender un poco más, como lo había dicho mi madre.
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