Apenas tenía diez años cuando reparé por primera vez en el retrato. Era domingo por la tarde y mi padre me había llevado a visitar al abuelo.
Cierto impasse entre padre e hijo trajeron como consecuencia que no fuera a verle desde hacía tiempo, pero una enfermedad terminal propició que enterraran el hacha de guerra, siendo yo pieza clave en aquella tregua…
La casa en donde vivía (¿o debería decir “moría”?) el abuelo era un caserón señorial del diecinueve.
Una vez cruzado el umbral atravesamos un corredor decorado con enormes cuadros ennegrecidos por la oxidación de los aceites y los barnices, que representaban atrabiliarios motivos de batallas y gestas históricas.
Al final del pasillo se abría una puerta de cuarterones que conducía a un amplio salón decorado con ecléctico mobiliario. Yo rara vez había entrado allí, de ahí que nunca hubiera reparado en el retrato, porque prefería jugar en el formidable jardín de la mansión, un enrevesado dédalos formado por setos de mirto en cuyo centro se erigía majestuosa una estatua de Eros…
En el fondo del salón, casi abducido por el mórbido asiento de un sillón color chocolate y semioculto entre varios cojines estaba el abuelo, o lo que quedaba de él, porque allí, inmerso en la decrepitud más parecía ser un cadáver en su tercera o cuarta fase de corrupción. Apreciación refrendada por el hedor imperante en la estancia, debido, factiblemente, al estado verminoso de su cuerpo…
Con un gesto indicó que me acercara.
Dudé un instante y mi padre, sorprendentemente impasible ante el lamentable estado de su progenitor, me puso la mano en el hombro y me empujó levemente.
-No tengas miedo, ven, acércate-dijo el anciano casi sin fuelle-. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Sabías que eres igual que yo cuando tenía tu edad?- dijo clavando en mí unos ojos febriles-. Mira, ¿ves ese retrato?, soy yo pero cualquiera juraría que se trata de ti, ¿verdad?
Se me erizó el vello al verme a mí mismo atrapado en aquel lienzo de 55x 35 cm.
No es que me pareciera al retratado, era idéntico a él hasta en el más mínimo detalle: el lunar en la mejilla izquierda, la forma y el color de los ojos, el rictus de la boca, la forma del pelo con ese gracioso caracolillo muelleando sobre la frente…
Si no fuera porque el paso del tiempo había depositado el característico viso o pátina sobre la superficie del lienzo, hubiera jurado que acababa de ser pintado y que el modelo era yo mismo que había sido retratado furtivamente.
-Pronto moriré- soltó a bocajarro- y tú heredarás todo mi patrimonio. ¡No, no he desheredado a tu padre como podrías pensar!, pero no quiere aceptar ni un céntimo mío, ¡qué le vamos a hacer! ¿Te ha contado la causa de nuestra enemistad?, ¿no? Bueno, no seré yo quien lo haga, desde luego. En fin, cuando abandone este mundo todo lo que poseo será tuyo. Tu padre administrará los bienes hasta que seas mayor de edad y puedas disponer de ellos libremente…
Aquella fue una visita extraña, fría, diría que puramente protocolaria…
Cuando salimos de la casa pregunté a mi padre la razón de la enemistad entre ambos pero solo obtuve el silencio por respuesta.
La solución a tal enigma la encontré pasados los años por pura casualidad. Entonces supe que la razón de la discordia fue sobrevenida por causa del retrato.
Yo había notado cómo mi padre se volvía cada día más huraño. Siempre solía estar malhumorado, sobre todo cuando regresaba de visitar al abuelo, hasta que un día dejó de hacerlo. Sólo volvimos a su casa, como ha quedado dicho, a raíz del ofensivo cáncer que acabó devorándole. Murió al día siguiente de aquella última visita.
Pasado los años, cuando mi padre falleció, ordenando sus papeles me topé con un sobre.
Yo siempre supe que mis padres andaban tiempo queriéndome dar un hermano, por eso supuse que aquél sobre membretado por una clínica de fertilidad, era el análisis al que se habían sometido en busca de la causa que impedía que mi madre se quedara de nuevo embarazada. Lo abrí y leí estupefacto el informe en el que se notificaba a mi padre que el motivo por el cual mi madre no quedaba encinta era debido a que él tenía teratozoospermia.
El informe reflejaba que no se observaba en el espermiograma practicado ningún espermatozoide normal, concluyéndose, de manera definitiva, que era infértil y que siempre lo había sido.
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