La calidez de sus ojos almendrados me atravesó de parte a parte en apenas un suspiro.
El teléfono sonó tres veces antes de que mi abuela atendiera la llamada. Los dos primeros tonos se perdieron entre las últimas imágenes de un dulce sueño infantil, pero el tercero logró traspasar la espesura de la inconsciencia. Revoloteó entre las oscuras pestañas y produjo un cosquilleo en mis párpados que me obligó a abrir los ojos. Mi nombre estuvo presente durante gran parte de la conversación como si aquel día yo fuera la protagonista de un importante evento cuando, en realidad, solo era otro personaje secundario de la historia que había comenzado a escribirse la noche anterior. Tal vez uno de los personajes secundarios más importantes de la trama, pero secundario al fin y al cabo.
Las típicas frases: «Me alegro de que todo haya ido bien» y «Ahora toca descansar», cayeron de los labios de mi abuela y se deslizaron por debajo de la puerta de mi habitación. También pude percibir un ligero quejido de emoción en su voz justo antes de que colgara el teléfono. Aquello era real. Real. El solo pensamiento de aquella palabra me estremeció. Después de tantos meses de espera al fin iba a poder conocerla. ¿Cómo sería su rostro? ¿Y el tacto de su piel? ¿Tendría los diez dedos de las manos y los diez dedos de los pies? Mi madre siempre decía que era importante comprobar inmediatamente ese detalle para asegurar que estaba sana. Respiré hondo en un vano intento de deshacer el nudo que comenzaba a formarse en mi estómago, pero las preguntas continuaban agolpándose en mi mente. ¿Le caería bien? ¿Le gustaría jugar a las muñecas? ¿Cuál sería su color favorito? ¿Podría contarle aquellos secretos que nadie más debía saber? ¿Sería capaz de guardarlos?
Imaginé todo tipo de respuestas a dichas cuestiones mientras el sol de la mañana proyectaba espigas de luz sobre la pared situada frente a la cama. Visualicé el contorno dorado e impreciso de un gato que corría por la superficie plana en dirección a la puerta. Sus patas delanteras se estiraban hacia la salida, en tanto que las traseras se extendían en dirección contraria; como resultado del impulso que el mamífero había tomado para proseguir su carrera. Me pregunté si su animal favorito sería el gato. Años más tarde dos compañeros felinos la perseguirían por toda la casa. Uno, de color blanco y cobrizo, dormiría cada noche a los pies de su cama, ejerciendo diligentemente el papel de guardián de sus sueños. El otro, tan negro como una noche cerrada, permanecería inmóvil junto a la ventana durante horas; vigilando, a través de dos grandes luceros de color esmeralda, la llegada de cualquier ente sobrenatural que pudiera alterar la tranquilidad de la joven.
La puerta se abrió con suavidad y el gato creado por el sol se estremeció ligeramente. Cesó la carrera y bajó las orejas en señal de protesta. Finalmente, desapareció por completo cuando mi abuela cruzó el umbral y engulló la pequeña figura con la sombra de su cuerpo. Cerré los ojos con fuerza, tratando de fingir que todavía estaba dormida. Los labios me delataron. Siempre lo hacían. Una sonrisa de culpabilidad me torció el rostro pero ella simuló no haberla visto. Así comenzaba, con frecuencia, nuestro juego matutino. Mi abuela colocó la mano sobre mi pelo y pronunció las palabras que tanto esperaba escuchar: «Despierta pequeña. Ya ha llegado el gran día».
Pese a que ya conocía la noticia, abrí los ojos y la abracé sin poder contener las lágrimas de felicidad. Había sido una espera larga y difícil, en la que el tiempo se había dilatado a su antojo. Las semanas se habían convertido en meses y los meses en años. Para no perder la cuenta, adquirí la costumbre de apuntar, al final de cada mes, un nombre de niño y otro de niña en las páginas de una libreta de tapas amarillas con flores azuladas. Tras la quinta visita de mamá al médico, solo escribí nombres femeninos. El objetivo final de esta tarea, además de llevar la cuenta del tiempo transcurrido, era escoger el que más me gustara cuando llegara el día señalado; así que mientras mi abuela buscaba en el armario el vestido que llevaría ese día, cogí la libreta y volví a leer la lista con atención. Tras reflexionar durante unos segundos, rodeé con un rotulador de color rojo el nombre «Lorena».
Una hora más tarde, mi tío nos recogió en su coche. Ambos adultos compartían una conversación sobre temas que todavía no llegaba a comprender, por lo que centré la atención en el paisaje que se veía a través de la ventanilla. El calor abrasador de finales de junio caía sobre los árboles y las ciudades, dotándolos de un aura casi fantasmal. Al llegar al hospital, volví a sentir la punzada de los nervios. Comencé a caminar, cogida de la mano de mi abuela, por una infinidad de pasillos blancos. Lo que menos me gustaba de aquel lugar era la luz artificial que lo inundaba todo e impedía que el sol pudiera confeccionar gatos dorados sobre las paredes. A pesar de ello, el sonido sordo de cada uno de mis pasos dejaba una estela de emoción e incertidumbre tras de sí.
Nos detuvimos delante de una puerta que me pareció inmensa y mi corazón empezó a latir de manera desenfrenada. Casi dolía. Alcé la mirada en el preciso instante en el que mi tío empujó la puerta. Había tres personas en la habitación y un ramo de flores que rompía con la monocromía que gobernaba en aquel lugar. Me hallaba paralizada en medio de la sala, observando, a cierta distancia, el pequeño bulto que descansaba en brazos de mi madre. Por suerte, mi padre acudió inmediatamente al rescate. Me tomó de la mano y avanzamos juntos hasta la camilla.
La calidez de sus ojos almendrados me atravesó de parte a parte en apenas un suspiro.
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