Nací el dos de enero de 1991, una mañana calurosa según mi madre. Mis primeros días, semanas, meses y años los pasé en Puerto Montt, décima región de Chile, una región caracterizada por su frío (irónico con lo primero) casi todo el año, salvo el mes de enero, por supuesto. La ciudad rodeada de lagos, bosques e islas le daban un interesante aire de «brujería». Como les contaba mis primeros días, semanas, meses y años de vida los pasé allí en mi lugar de nacimiento junto a mi madre y padre (soy la hija mayor, ya luego nacieron mis dos hermanos menores), y la familia de mi padre (bastante numerosa para nombrarlos a todos) que tenía 5 hermanos. Así fue hasta mis 6 o 7 años si no mal recuerdo. luego me fui a Llanquihue un pueblo magnífico en donde conocí a mis dos mejores amigos de la pre-infancia, Perla y Sebastián. En Llanquihue viví en la casa «Búho», denominada así por mis compañeros de furgón, una casa construida por chinos, por lo tanto, estilo china, era hexagonal, tenía ventanales por doquier, un segundo piso con un techo que se expandía en punta hasta la mitad del primer piso de la casa, lo que daba la sensación de estar entrando a un búho si se le miraba desde el frente. La verdad, es que me encantaba esa casa, blanca con sus bordes rojos, sus rejas negras, su bodega de gas, el jardín rodeado de pasto, invadido por tréboles y a un costado un gigantesco helecho, que me hacía pensar que me encontraba en la prehistoria.
A todo esto, no les conté de mis hermanos, sí, Ingrid nació el once de julio 1992, y David el menor el seis de marzo de 1996.
A los nueve años me mudé en conjunto con mi familia, obviamente, por razones de trabajo de mi padre a Concepción, esto es la octava región de Chile, un lugar en donde las estaciones del año son realmente marcadas, estuve un año allí y la verdad no me adapté mucho que digamos, lo único que recuerdo con cariño fue la gata que adoptamos «luna». Al año siguiente, nuevamente me mudé, a Huépil, un pueblo cordillerano a una hora de los Ángeles.
Huépil, fue mi primer hogar, el primer lugar en el cual me sentí en familia. Un pueblo pequeño, con una plaza enorme y un gran pino en medio que para navidad solían adornar de manera pintoresca y agradable. Aún recuerdo mi primer día de clases, mi grupo de amigos, mi club de baloncesto, las idas los fines de semana al río cholguán, los «rajafting» por la corriente, las risas de todos mientras nos hacíamos tira el trasero con las piedras y la fuerza del río. Fueron años de ensueño, pertenecía a un grupo, tenía un clan de amigos; Paulina, Francisca, Catalina, Soledad, Juan Pablo, Enrique, Fabián, Matías, Rodrigo y Francisco. Pasábamos el año entero juntos, en clases y actividades extracurriculares. Cuando cumplí 15 años, me tenían una inolvidable fiesta sorpresa, sin saber que ese mismo verano mi rumbo cambiaría al norte de Chile, y una vez más mi sueño de quedarme en un sólo lugar para siempre fue truncado.
Me mudé al norte, a Calama, segunda región de Chile, el desierto más árido del mundo… me sentía en guerra conmigo misma, con mis sentimientos, con mis decisiones. Me fui parte de febrero, marzo y abril a San Vicente de Tagua-tagua, en donde vivían mis abuelos maternos, disfruté entre medio triste y asolapada los últimos rayos de sol, y fui partícipe de la última cosecha de duraznos de ese año.
Llegué a Calama el año 2006, un sol terrible, muy difícil de soportar y sin ningún árbol que me pudiese brindar sombra. Entré al colegio Adventista (siendo mis padres sin religión), en donde volví a conocer gente nueva, me hice de amigos nuevos otra vez. Pasé por tantos cambios de ciudad que mi proceso de adaptación era casi innato.
Llevaba ya 2 años en Calama y esperaba nerviosa que mi papá diera el aviso de cambio, pero no pasó, cumplí 3, 4, 5, 6, 7, 8… y sin querer sigo aquí.
Formé una familia, con mi pareja y mi hijo pequeño de 1 año y 7 meses.
Recién estoy entendiendo el significado de tener una familia, recién estamos creando historias, creando huellas en donde no esté yo sola, con carencias emocionales cuestionándome porque siempre íbamos de un lado a otro, preguntándome porqué mis padres eran casi inexistentes para mí, porque jugar con mis hermanos no era relevante.
Ahora entendí que al fin dejé de ser nómade.
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