Se llamaba Virginio, y me parece recordar..

Se llamaba Virginio, y me parece recordar..

José Gonzalez

21/10/2017

Se llamaba Virginio, y me parece recordar que había nacido en los alrededores de Malabrigo durante alguno de los primeros años del siglo XX. Hijo de cosecheros golondrinas y obrajeros, con seguridad nació al borde del monte en el alero de un rancho o en una salita perdida entre la cerrazón vegetal del Chaco argentino. Lo llamaron Virginio Leiva, y era mi abuelo materno. El único abuelo que he conocido, y el más ignoto.

Cuando lo conocí era ya un criollo moreno, cerrado y oscuro como una rama del monte. Usaba un prolijo bigote y un sombrero de paño, las manos cortas y anchas, la mirada dura e inexpresiva del hombre serio. Parecía un duende severo e indiano, y a veces lo era.

Descendiente de todas las razas, el Virginio había dedicado su vida a los oficios bravíos del Chaco colonizado y a los placeres breves del vino, alguna música y la pasión desmedida por el trabajo. Fue hachero de La Forestal, obrero del tanino en Villa Angela, ladrillero, horticultor y verdulero de puerta en puerta, sereno de una fábrica, y jubilado de mercedes estatales. Me llevó largos años avistar la amplitud de su vida y sus haceres. Lo rastreé en las historias familiares donde las hijas contaban sus virtudes y desmanes. Y nunca me atreví a preguntarle quien había sido.

Una tarde lo vi sentado solo, a las cinco, en el extremo de la mesa larga comiendo un paquete de galletitas dulces y un tazón de te con leche. No me miró ni hizo ruidos. Hosco, solitario, silencioso. Los nietos mayores todavía cuentan como los sentaba en sus rodillas para dejarlos jugar con su cabeza a inventar un volante de automóvil, y recuerdo la ternura que se le escapaba cuando saludaba a la primera nieta. Conmigo nunca tuvo esos afectos. Quizá era la edad o el desencanto, quizá estaba atrapado en su penumbra. Quizá uno esperaba demasiado.

Yo lo vi hacerse viejo. Volver al pueblo donde crió sus hijos y donde había gastado sus juventudes después de dar vueltas por otros lares. Volvió a Villa Angela a tiempo para la vejez, que lo retuvo todavía una década. Fueron esos los años en que lo descubrí, cuando todavía vivía algo de aquel hombre que mi madre y mis tías describen con encanto cuando la amargura del pasado, galante, deja paso a la nostalgia. Compró don Leiva una casona vieja con un inmenso patio, quizá un solar de aquellos que ya no quedan, y todo lo hizo huerta. Un día llegamos y eran tomates, guías gruesas ilustradas de botones naranjas alzándose como capillas verdes. Otro día fueron cebollas, ahítas de tanta frescura y sus nerviosos ramilletes de hojas. La casa estaba bordeada por una cuneta profunda donde él se entretenía pescando anguilas para dar de comer a los gatos, y un cerco profuso de árboles desmedidos.

Después vino el olvido. La vejez se le apoyó en los hombros y y fue empequeñeciendolo. Se desgastó en rencillas cotidianas, abandonó sus hábitos viajeros, perdió el corazón en la refriega. Pareció resignarse a las medicaciones, y después se comió a escondidas un tarro de dulce de leche que casi lo arrojó en el viento. Los nietos más queridos vinieron desde los rincones de la tierra y lo encontraron pálido y sereno con la sonrisa suave de los ancianos muertos. Hizo el último esfuerzo por sentarse en el extremo de la mesa a presidir el almuerzo y lo derrotó la vejez. Cuando la nieta lo tomó del brazo para llevarlo a la cama no protestó. Fue hacia la penumbra del dormitorio casi a la rastra, pasó bajo el viejo marco verde de la puerta, y lo miraban. Sobre todos pesaba un silencio antiguo, como de espera.

Y entonces se murió. El corazón se le estiró hasta donde pudo, se quebró en las esquinas ahogándose y hundiéndose. Era un verano seco, terroso y caliente cuando lo llevaron al cementerio dentro de una caja oscura. El cristo plateado en la tapa era una masa informe de plomo mal fundido, y él debajo apenas tenía puesta la última camiseta del hospital. Entró en la muerte con menos hábitos que un sanfrancisco.

Nunca lo quise demasiado, por la costumbre de no conocernos. Cuando hablo de él con mi madre no digo «el abuelo», sino «tu padre». No le guardo rencores por no haber cumplido el rol estereotípico del abuelo dorado. Se que hay cosas que no se reclaman ni se esperan. Pero aún me impresionan, y tanto, las historias de don Virginio Leiva. De cómo levantó la cama sobre ocho hiladas de ladrillos en unas pocas horas porque a mitad de la noche la inundación le cubrió los pisos de la casita nueva, o aquella vez que bailó una larga fiesta con las gitanas que levantaron carpas en el terreno vecino.

Hecho de tierra y vino pareciera el Virginio cuando las hijas hablan de aquellos días vividos.

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