Termo y mate en mano, mirando el horizonte, Don Pascasio Fernández observa la campaña.
La vista se deleita ante el verde gramado y la poca neblina que disfuma la salida del astro rey, destrozando la noche, abrigando el nuevo día.
-Jefe, buen día. Tenemos un caso de un paisano que entró a la Estancia de los Gómez, anoche.
Don Pascacio es jerarca policial desde hace más de treinta años, él más que nadie sabe que la campaña es tranquila, pero que algún caso de, ya sea abigeato o robo común, aparece.
-Dígame, Cabo Pérez, ¿Qué se llevaron? ¿Muchos destrozos? ¿Robo de ganado?
-No señor, solo unas botas de cuero, gastadas, talle 43, color marrón, que estaban afuera, en la puerta de la casa. Según averiguaciones, todo apunta a una sola persona…
Fernández arma un tabaco, casi con una mano, hombre ducho en tal arte. Pega tres caladas al mismo, parado en la puerta de la Jefatura, mirada perdida entre papeles, fotos y otras cosas.
-Pérez, vaya ya mismo para lo de los Gómez, y me trae al peón de la estancia. Agarre mi potro para ir más rápido.
Al cabo de unas horas, el Cabo llega con un hombre, José de nombre, peón de oficio, vestido con ropa muy gastada y sucia, alpargatas viejas, boina en una mano. Ser humano de una flaqueza extrema, con mirada triste y cansada.
Se sienta frente al Jefe, suspira, con la vista fija en un punto del suelo de baldosas, con gesto de arrepentimiento, habla: -Yo le robé las botas al patrón.
Una lágrima surca el desnutrido pómulo del peón.
-Sea cual fuere el delito, usted debe saber que tiene que pagar por el mismo. Ya mismo vamos a ir los tres a buscar esas botas.
Cuando llegan al rancho de José, a Fernández se le encoge el corazón. Ha escuchado y visto mucha miseria en su vida, pero hay cosas que todavía lo quiebran.
La casa consta de dos piezas, sin baño. Cocina y cuarto, ahí sobreviven el hombre, su mujer y sus seis hijos. El mayor de 14 años es jornalero alambrador, la paga es una taza de leche y un poco de pan al comenzar la jornada. Trabaja por el desayuno.
Los otros dos varones, de 8 y 6 años, ayudan a los vecinos arreando vacas, sin paga. Las niñas intentan dar una mano en la quinta de la madre, seca y mustia.
Cuando el Jefe de Policía ingresa al rancho, su semblante duro y recio se desploma. La escena es angustiante. En el medio de lo que sería la cocina, hay un fuego armado sobre el piso de tierra, al lado una olla vieja, con agua y alguna verdura dentro. La mujer con una niña pequeña en brazos, intenta controlar su llanto, muy probablemente, de hambre. Sus ojos desprenden desesperación, sus mejillas casi pegadas a la mandíbula, son la viva voz de un pedido de auxilio extremo.
Las dos niñas mayores están afuera, según su edad, tendrían que estar estudiando o jugando, pero la realidad marca que no pueden hacer ni una cosa ni la otra. Con un rastrillo viejo una de ellas ara la tierra, la otra siembra, el riego se hará cuando llueva.
-José, ¿Tus gurises varones?- consulta Fernández.
-El más grande se fue hace una semana, a buscar un ganado del vecino. No sé nada de él. El otro gurí chico, debe estar ahí al lado.
Don Pascacio entra tímidamente a la otra habitación, efectivamente el pequeño está en la misma. Dormido arriba de un manojo de lo que aparentemente son pelegos viejos, con cara desnutrida, se le notan las costillas debajo de lo que parece ser una camiseta. Sin pantalones ni ropa interior, y en los pies… un par de botas de cuero, gastadas, talle 43, color marrón.
Fernández se queda impávido ante tal situación. Por detrás de él aparece José, el cual exclama, con voz débil: «Disculpe Jefe, estaba cansado de ver a mi hijo descalzo, con llagas en las patas, moradas de frío o rojas de ardor. Vi las botas del patrón y las tomé. Uno por sus gurises hace lo que sea necesario… Por su familia uno hace lo que sea».
Fernández dio un respingo, sus ojos empañados por las lágrimas, transmitían impotencia. Se dio media vuelta, enjuagó las lágrimas y salió.
-Pérez, avísale a los Gómez que le compro las botas, al doble de precio que ellos pidan. Deciles que éste peón no trabaja más con ellos. Vos José, mañana mismo te presentas a trabajar a la Jefatura, alguna cosa vamos a conseguir para que hagas.
Antes de subir a su caballo y partir, el Jefe observa, por la rabadilla de su ojo, como José y su mujer se funden en un abrazo apretado, se arrodillan al piso llorando, con la bebé al medio.
Don Pascacio sabe de miserias y de pérdidas familiares. El hombre conoce la angustia de llorar a un ser amado. La ley se debe cumplir, pero esa ley y el corazón a veces andan desencontrados.
José y su familia tienen un nuevo porvenir, una luz en el arduo camino de la vida.
Fernández tiene una caricia a su alma maltratada. Termo y mate en mano, vista al horizonte, arma un tabaco, tres caladas, esboza una sonrisa. Mira al cielo y agradece…
OPINIONES Y COMENTARIOS