Atípica, pero una familia, eso es lo que somos… o éramos. Mi acogida no pudo ser mejor, tan lindo, tan esponjoso y bebé como yo era provocaron un alud de sonrisas y cariño hacia mi ser. Me sentía el epicentro de atención del hogar, «el Niño Bonito» me decían, y yo me dejaba querer como el primer beso de dos enamorados, como el amor de madre demostrado y enaltecido por ser el primero.
Pasó el tiempo entre algodones, nubes de amor, caricias, abrazos y mimos con la misma rapidez que se esfuma lo bueno y lo bello. Crecí esparciendo mi curiosidad al mismo tiempo que daba mis primeras zancadas, investigando por las habitaciones y atraído por el colorido de la vida.
Nada importaba, ni siquiera algunas de mis pequeñas travesuras les molestaba. Moraba en la felicidad absoluta hasta que llegó ella.
Como si un mal rayo hubiera partido mi destino, me convertí en invisible. Desaparecí de la vista de todos eclipsado por la nueva inquilina. No solo me arrebató las atenciones, además de poseer un nuevo espacio privado para ella, salía con tanta frecuencia que me apuñaló el corazón con el cuchillo de la soledad de la manera más ruin y cruel.
Su tamaño aumentó en poco tiempo lo que coartó mi posible defensa y aunque no pensé jamás en atacarle, fui humillado al ser objeto de sus burlas cuando tiritaba de miedo ante su envergadura. Solo trataba de jugar conmigo, pero lo cierto es que soportarla encima era la vergüenza pintada en un cuadro realista, entre sus risas despreciables y sus burlas al mostrar mi miedo ante su envergadura. Lo que peor llevaba era tener que escuchar lo noble e inteligente que era. ¿Acaso demostré yo lo contrario? ¡HIPÓCRITAS!
Me dí por vencido renunciando a mí mismo, recortando mi espacio y tratando de intervenir lo menos posible, esperando así que se dieran cuenta de su error.
¡Qué pesado era! Cuando llegó «el Rubio» se pasaba el día cantando y nadie le reprochaba nada. Ya me encontraba el doble de apartado y amargado. ¡Maldita sea mi existencia! Clamaba en la soledad de mi ignorada situación una y otra vez, fue en ese instante cuando me di cuenta de que si algo puede ir mal, terminará fatal. Entonces sucedió lo peor. Apareció en escena el puto ególatra. Pequeño, mimoso y juguetón, el último en llegar arrasó con los restos de afecto que me dedicaban. No es que me doblara el tamaño pero con el tiempo también él se hizo más grande que yo, encima venía cargado de cierto instinto asesino que no me gustaba un pelo.
Pronto demostró que su agilidad era extrema, cosa que contribuía a causar más admiración y aunque no le faltaba el alimento, sus deseos de borrarme eran más que evidentes.
Aficionado a las alturas, me miraba con desprecio desde sus caprichosos lugares elevados. Entraba y salía de la casa a su antojo, desapareciendo incluso algunos días enteros en ocasiones. ¡Nadie le reprochaba nada! Lo recibían con las caricias que a mi me robó como si nada hubiera pasado.
Poco más tarde sucedió la tragedia. Cierto día que reinaba el tedio como otro cualquiera en los que nadie me hacía caso, «me entretuve» con ciertos cables de colores que llamaron mi atención. Algo escuché después sobre la falta de frío y avería en cierto cajón de alimentos donde guardaban su comida. A los gritos iniciales le siguió mi encierro forzoso. Me pusieron entre rejas como si fuera el peor de los criminales, ¡a mí, que fui el primero en llegar!
El odio germinó en mi interior, brotando con un brillo intenso en mis ojos criminales hasta maquinar la venganza. Primero fue «su mejor amigo», lo convencí para que buscara el hueso que yo coloqué en el centro de la carretera. Mi irónica sonrisa al escuchar el golpe del camión no pudo ser mayor, acompañada de mi alegría interna al ver las lágrimas del resto al enterarse de la noticia.
Con el jodido envidioso lo tuve más difícil. Astuto y evasivo, solo pude vencerlo con la curiosidad, cosa que escuché que lo mataba. «Resbaló» desde el balcón cuando le pedí que se asomara para ver un cotilleo interesante en la acera. ¡Qué satisfacción al verlo caer al vacío y esclafarse en la calle!
Con «el Rubio» solo tuve que abrir su puerta para que desapareciera. No fue para mí una lástima que lo atrapara un ave de presa, más aun sabiendo de antemano que el ayuntamiento usaba ese día un halcón para espantar a las palomas de la plaza.
Yo, Max, el conejo, eliminé a la perra, al gato y al periquito. Esperaba recuperar la atención pero parece que la ausencia forzosa de mis tres rivales no me la devuelve.
Ayer aprendí como funciona la llave de la bombona de gas. Tal vez sea hora de cambiar mi familia humana por otra…
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