Antonio miraba continuamente a Lucía, su esposa. No podía concentrarse en ninguna conversación. Una y otra vez, su atención recaía en su mujer. Estaba preciosa. Cada vez que ella reía, con cada gesto que ella hacía, atraía la atención de todos. Su lenguaje corporal mientras charlaba. Mientras charlaba con ese tipo. Su cuerpo emitía señales. Como un animal. Sí Antonio lo estaba pillando, a buen seguro que el tipejo ese se estaría resistiendo para no agarrarla por el pelo y llevársela al baño para follársela como un troglodita. Quizás alguien debería darle alguna explicación. Estaba enfadado. Ella se lo notó al primer vistazo. Esa tarde fueron de los primeros en abandonar la fiesta. De camino al coche él no habló nada. Ella le preguntó en un susurro de miedo, que cual era el motivo de su enfado. ¿Piensas follártelo? Fue la respuesta que él le escupió mientras hacía derrapar el coche al salir del parking de grava. Ella le preguntó que a quien se refería. A la voz del miedo, Lucía le había sumado un deje de devota sumisión. Antonio pensó sobre la marcha que la mejor respuesta a esa estúpida pregunta de puta barata era un buen revés con la mano del anillo, y soltó el puño hacia la cara de ella mientras le decía que no le tratara de tonto. Que la había observado. Lucía exhaló un “no he hecho nada”, entre mocos mezclados con sangre. Él la culpó de haberle hecho perder los nervios. Antonio estaba realmente enfadado, el nunca solía pegarle en la cara. Cerró el puño y la golpeó en el muslo.
-Por favor Antonio…
– Ahora me vienes con estas. Me has dejado en ridículo delante de todos. Intentando follarte al tipo ese- y le pellizcó un buen pedazo de muslo.
– Solo hablábamos – consiguió decir Lucía entre estrellas de dolor.
– Cállate la puta boca. En casa Hablaremos. -Antonio soltó su presa-. Allí Hablaremos nosotros. Y límpiate la nariz antes de que me cagues todo el coche.
Ella sabía cómo le gustaba Hablar a Antonio. Podía ser peligroso. Ya Hablaron dos veces antes. Así que le contó que estaba embarazada. Era verdad. Embarazada. Antonio puso las dos manos en el volante y comenzó a acelerar. Ella se agarró al apoyabrazos y le rogó que se calmara. Él la llamó calentona y la mandó a callar. También amagó con golpearla en la cara otra vez. Ella se cubrió y se acurrucó contra la puerta, lo más lejos posible de él. Él puso otra vez la mano en el volante y siguió acelerando. Los arboles del bosque se habían convertido en una mancha verde al otro lado de la ventanilla. Lucía se aferraba a la manija de la puerta como un náufrago se agarraría a un pedazo de madera flotante. Antonio metió la quinta marcha y siguió acelerando. Lucía temblaba. No se atrevía a levantar la vista.
El sol ya se había puesto en esta parte del mundo cuando llegaron a la villa que tenían a las afueras de la ciudad, sin vistas maravillosas, pero si rodeada de paz y anonimato. Antonio metió el coche en el garaje sin decir nada aún. Lucía temía por su vida. Antonio se bajó del coche y se encaminó con paso firme hacia el lado de ella. Le abrió la puerta, y como si fuera el aparcacoches del Ritz, le ofreció la mano para ayudarla a salir. Le dijo que no tuviera miedo, que lo de hoy, se lo iba a pasar por alto. Haría borrón y cuenta nueva. Mientras duró el embarazo, Antonio fue el chico bueno que la había enamorado. Se desvivía por ella. Lucía empezaba a pensar que quizás tener el bebé era un buen plan. Él bebé nació, fue una niñita muy mona a la que llamaron Julia. Lucía amaba a su hija, más de lo que jamás podría amar a nadie. Antonio pronto se dio cuenta de esto y comenzó a sentirse desplazado. Su mujer pasaba todo el rato con la niña. Ya no se sentía el rey. En la villa sin vistas comenzaron de nuevo los insultos y los menosprecios. Volvió el miedo. Antonio perdió el trabajo poco antes del primer cumpleaños de Julia y la vida en casa se volvió más intensa. Para cuando Antonio le tiró a Lucía el caldero con agua caliente, Julia ya llevaba quince meses en este bonito mundo. También por esa época, Antonio descubrió lo dócil que se volvía su mujer cuando utilizaba a la niña para amenazarla. Antes de que la pequeña Julia cumpliera los cuatro años, a Lucía ya la habían ingresado tres veces por accidentes domésticos y Antonio había descubierto que borracho, la vida era menos mierdosa, y empezó a beber todos los días. Bebió y bebió, hasta el día en el que Lucía vació tres ampollas de Dormicum en la botella de vodka que él finiquitaría por la tarde-noche. Cuando Lucía se despertó a la mañana siguiente, Antonio todavía roncaba narcóticamente en su sillón. Después de atender a Julia, la vistió guapa, y le guardó en su carrito mudas de casi todo. Para dos días. Puso a calentar una sartén llena de aceite. También dejó algunos trapos bien cerca del fuego. Sacó una bolsa de Nuggets del congelador, la dejó junto a los trapos, eso sería suficiente. Cogió a Julia y se fue a hacer los recados. Cuando regresó a casa, al mediodía, los bomberos y la policía estaban allí, le contaron que su marido, al parecer, intento hacer unos Nuggets y se quedó dormido frente a la televisión. El “Caso del cocinero borracho” quedó resuelto. Lucía y Julia pasaron cinco semanas en un hotel, esperando a cobrar el seguro de vida que religiosamente Antonio se había empeñado en pagar cada mes. Se sabía merecedora de esa compensación. Julia se merecía una vida feliz. Se irían lejos. A vivir cerca de la costa. Algún bonito sitio. Tranquilo y con buen clima. Ya puestos a elegir, elegiría donde criaría a su niña.
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