Susurros de una Madre

Susurros de una Madre

Martha Pickard

24/10/2017

En algunas de las pocas fotos que conservo de mamá, quedaron inmortalizadas imágenes de la época de su soltería reflejando a una mujer feliz, con una de las más bellas y sinceras sonrisas que haya conocido; indudablemente hermosa, exquisita, sublime y elegante, luciendo esos hermosos trajes de los años 1940 y 1950, totalmente libre viviendo su propia vida.

Un día su destino cambió dándole otro rumbo a sus sueños y ocupando la posición de madre. Casi que olvidándose de sí misma, viviría una vida para los demás al convertirse en el eje central de su familia; un hogar en donde una de las pocas muestras de agradecimiento que percibía se las entregaba el mismo final de la jornada, con la satisfacción de vernos a mi hermana y a mí dormir plácidamente en las noches gracias al completo trabajo que mamá, con mucha dedicación, realizaba diariamente. “Susurros en la noche… susurros de silencio”. Nunca le oía decir un te amo, jamás una caricia ofrecía; solo se veían aquellos actos de una madre preocupada de que todo se desarrollara a la perfección más ni una palabra de amor, no las pronunciaba, no las recibía.

Cuando llegaba el mes de diciembre, mamá, armaba un pequeño pesebre colocándole a cada humilde detalle su exclusiva firma: musgo fresco, pequeñas casitas plásticas, figuritas de animales y personas; un Niño Dios, (el bebecito desnudo y rosadito) el cual en el día de Navidad, ella se las ingeniaba para hacerle aparecer en su cunita sin que nos diéramos cuenta. El pesebre parecía tan real que yo me la pasaba algunas horas con mi mirada fija en él, esperando el momento en que las figurillas tomaran vida propia. Como complemento, un sencillo árbol navideño y uno que otro regalo; sin muchas pretensiones, lo que mamá pudiera ofrecernos y una vez más aquellos susurros y… más susurros.

Mamá solía hacernos la ropa en una antigua máquina de coser “Singer”. Compraba las telas y muchos hilos de colores; armaba los diseños y rápidamente nos elaboraba, a mi hermana y a mi, hermosos y únicos vestidos . Para ocasiones especiales, como nuestros cumpleaños, también se encargaba de prepararnos esas deliciosas tortas, totalmente caseras (con los antiguos secretos culinarios que por cierto ella nunca nos reveló) y siempre dejando su toque personal en la decoración de estos y nuevamente en el aire esos susurros y susurros… yo no los entendía. Ni una palabra de amor ella decía o recibía.

Cuando mamá nos hacía relatos de su niñez me impactaba mucho con su misteriosa historia de las “Ánimas”. Durante los años 1920 y 1930 vivieron con mi abuela en un antiguo convento que estaba fuera de servicio. El lugar conservaba un gran jardín y un pozo de agua que ya no tenía uso. Mamá nos contaba que allí también vivían espíritus: las “Ánimas”. En las noches, a escondidas de mi abuela, se dirigía hacia la capilla adjunta ubicándose sigilosamente al otro lado de la puerta, que permanecía cerrada, para oírlas rezar el rosario. Nos relataba que escuchaba susurros de muchas voces; unas rezaban primero y otras contestaban. A la mañana siguiente mi abuela la encontraba durmiendo al borde del pozo; las “Ánimas”, molestas y como castigo, la habían sacado de su cama mientras todavía dormía dejándola ahí en medio del frío amanecer. Levantándola cuidadosamente, mi abuela, la despertaba con un regaño por las travesuras que ella, con su curiosidad de niña, realizaba a diario. Después de cada relato, mamá nos llevaba a la cama- “Dulces Sueños” – nos decía, y con su mágica sonrisa iba dejando en el aire esos susurros que yo aún seguía sin entender.

Mamá siempre fue una mujer incansable, llena de muy buena salud, jamás se enfermaba, nunca la oía quejarse. Sus cabellos empezaron a tornarse de color gris, pero no los escondía, por el contrario, los resaltaba con tinte de tono plata. Su hermoso rostro se iba marcando, poco a poco, por el incontenible paso de los años sin embargo no perdía su belleza; sus secretos eran muy simples: polvos en gama beige para quitarse el brillo que le dejaba en la piel aquel tratamiento casero, a base de mantequilla, que continuamente se aplicaba en las mañanas y un infaltable labial rojo que llenaba de vida esos labios que nunca pronunciaban alguna palabra de amor y en cada actividad que ella hacía, el ambiente seguía repleto de susurros y más susurros que yo… todavía no los sabía interpretar.

Al mediodía, del 17 de Febrero de 1981, cuando regresé a casa después de mi jornada de Colegio, encontré a mamá tendida en su cama; sus ojos cerrados, su rostro algo pálido, reflejaba cierta incomodidad. Tomé su mano, todavía agradablemente tibia, y la llamé como solía hacerlo: “Maaa…Maaaaa…” en ese instante ella empezó a temblar, parecía que quería hablarme, pensé que escucharía esa mágica palabra brotando de sus labios: “te amo”, pero únicamente percibí algunos débiles gemidos. Solté su mano suavemente, no podía comprender lo que le pasaba, y me dije a mí misma que solo se trataba de un muy merecido momento de reposo, más cuando en realidad su llama se estaba apagando y, aun así, se escuchaban sus susurros en el aire y yo, como siempre, sin descifrar su lenguaje.

Bastaron solo algunas horas más para que su llama se apagase por siempre. En el funeral no me cansaba de mirarla; un cuerpo frio, sin vida, pero todavía reflejando en él esa inigualable belleza que la distinguía. De repente mi mente estaba invadida por un gran alud de todos los bellos recuerdos, las increíbles historias que relataba, los invaluables sacrificios que hizo por su familia y fue precisamente ahí, en ese momento, que por fin entendí muy claramente su lenguaje; que sin necesidad de decirlo con palabras ella siempre nos había amado inmensamente; que cada segundo de su existir constantemente nos expresó con sus susurros de silencio, con su mágica sonrisa, el más sincero y único sentimiento de madre: “Susurros de Amor”.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS