Todas las familias tienen un lugar especial de encuentro. Esos lugares de la casa, o tal vez un determinado restaurant, o una plaza, o un club, donde se da la posibilidad de intimar, comunicarse, donde es posible la risa, el llanto, el amor y la pelea. Lugares de compartir secretos, de planear viajes, de volar con la imaginación a reinos desconocidos, de risas que ahogan, de volver a ser niños, o de empezar a ser adultos. Lugares que después con sólo mirarlos, un velo blanco se corre y aparece una pantalla imaginaria haciéndonos revivir y recrear los recuerdos que, por un momento, dejan de serlo para ser hoy, para ser presente, para ser vida que nos da vida, o el sabor amargo ya pregustado que vuelve a la boca y evoca y provoca lágrimas ya volcadas, que ya secamos una y mil veces, y que vuelven a brotar, porque en el corazón no se secan.

Mi familia no es distinta a las demás. O sí, tal vez sí, porque no nos vemos mucho y porque no apreciamos en demasía la palabra «familia». Preferimos hablar de una familia «extensiva e inclusiva», para que no nos rechacen tanto los familieros mundanos y no se aparten de nosotros como si tuviéramos una enfermedad altamente contagiosa los católicos recalcitrantes. Pero en lo que concierne a tener un lugar preferido para juntarnos, charlar, jugar y demás actividades compartidas, somos como toda familia: lo tenemos y hacemos uso y abuso de él a mucha honra.

En realidad, no debería decir «él», porque es «ella». Sí, ella. Ella, patio de juegos. Ella, lugar de sanación. Ella, mesa de estudio. Ella, banquete artesanal. Ella, rincón de manualidades. Ella, friso de secretos. Ella… Ella es la cama matrimonial.

Cuando yo era chica, la cama matrimonial, la cama de mamá y papá, era el lugar donde nos juntábamos los domingos a la mañana a jugar. Mamá ya había recibido su desayuno en la cama y se había levantado. Claudio, mi hermano, y yo, trepábamos corriendo a esa inmensidad para jugar con papá, que en esos momentos dejaba de ser el cascarrabias y protestón de todos los días. Lo mirábamos con ojos expectantes, esperando la propuesta dominguera que nos parecía infaltable. Entonces, papá decía: «¿Jugamos al barquito?». «¡¡¡Siiiii!!!!!», era el grito de gloria. Y ahí comenzábamos a armar un barco imaginario, donde mi papá era el capitán, mi hermano, el timonel y yo era la cocinera. No necesitábamos nada. Todo estaba en nuestra cabeza. Mi hermano y yo veíamos las olas estremecer al barco durante una tormenta, y luego sentíamos la brisa suave marina del amanecer en medio del océano. Mi papá daba las órdenes, y me mandaba a cocinar pero no me decía que hacer, por lo que siempre comíamos huevos fritos imaginarios, que siempre salían exquisitos y al capitán le gustaban tanto que me felicitaba. Cuando el capitán ya se cansaba, bajaba del barco e inmediatamente se transformaba en el escenario de un gran teatro, donde mi guitarrista Claudio y yo, como cantante, desarrollábamos los más grandiosos y controvertidos recitales. Grandiosos porque era una multitud la que estaba en la platea y rugía con gritos y aplausos cada vez que terminábamos una canción. Controvertidos, porque era la década del sesenta, e inventábamos canciones con malas palabras y otras con denso contenido político, aludiendo al proscripto Perón y a su difunta Evita. Ahora que lo pienso, lo más raro de todo es que jamás ni mamá ni papá nos retaron por las malas palabras ni por las guarangadas políticas que decíamos del pobre Perón al que nunca habíamos conocido, más allá de su nombre.

La cama matrimonial también era el lugar donde mamá nos ponía cuando estábamos enfermos y alrededor de la cual venían las abuelas y las tías abuelas a tomar mate, sacarnos el mal de ojo y a hacernos sonreír en medio de la fiebre con algún cuentito picaresco, como la célebre poesía de María Panza Fría, que me enseñó mi abuela Emilia; yo se la enseñé a mis hijos y mis hijos a sus amigos porque aún no tengo nietos.

También allí era el lugar de las lecturas. Tardes de verano esperando la digestión compartiendo revistas mexicanas. Y también fue el lugar donde, en reunión familiar, como corresponde, me enseñaron que los niños no vienen por obra y gracia del Espíritu Santo, como yo creía: yo pensaba que todas las mujeres nos embarazábamos como la Virgen María así que, como encima era irregular, siempre temía estar embarazada, aunque nunca hubiese siquiera visto a un hombre ni en fotografía. Sí, era lo que se dice una caída del catre.

La cama matrimonial devino con los años en el lugar donde compartíamos un té con mi mamá mientras nos revelábamos los secretos de las actrices argentinas, leídos en una TV Guía, Radiolandia o Antena de alguna peluquería. Y también el lugar donde cocinábamos a fuego lento las pobres almas de cuanto familiar caía en nuestras filosas lenguas, ya que era más lo que suponíamos que lo que sabíamos.

Y después me casé y vinieron mis hijos. Y la cama matrimonial era el lugar de las «pelelas»: forma arcaica y balbuceante de la palabra peleas. La cama se transformaba en Titanes en el Ring. Y el juego casi siempre terminaba mal pero como nos gustaba, lo volvíamos a jugar. Y también fue la carpita, donde la sábana de arriba se transformaba en carpa, carpa que nos protegía del sol en el desierto o del frío en medio de la estepa siberiana. Pero también fue el lugar de acuerdos y desacuerdos, de discusiones tontas o profundas, según la ocasión. Donde compartimos el llanto de mi divorcio, de los embargos, de la desilusión.

Quizás por eso ahora que estoy sola, ahora que mis hijos ya viven en otras casas con sus propias camas matrimoniales, yo no quiero abandonar mi cama más que lo necesario. Ahora la cama matrimonial es escritorio, comedor, biblioteca. Ahora es el lugar donde me escondo. Y lloro.

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