De senectute o el sabor del chocolate

De senectute o el sabor del chocolate

Yves Guignard

13/10/2017

Existen pensamientos negativos sobre la vejez. Mi abuela los tiene: “El año que viene no sé si vendré”. Mi padre no le niega su razón. Tiene noventa años. El año que viene, noventa y uno. Y así sucesivamente hasta que, como ella dice, el cuerpo aguante. Quizás piense que su vida carece de sabor. Pero observarla durante un rato puede hacer que el significado de la palabra sabor varíe.

Se despierta a distintas horas de la noche, pero su despertar definitivo es a las siete, aunque no sale de su habitación hasta bien entradas las ocho. Cuando mi padre aparece, está esperándole para que le prepare su desayuno. Desayunan casi en silencio. Ella está cada día más sorda y él no levanta mucho la voz por las mañanas. Él le prepara un cuenco de café con leche y una tostada de mantequilla. Ella lo disfruta mucho. Luego, sus pastillas. Luego, si no hace demasiado frío ni demasiado calor, da un paseo alrededor del patio, mirando las flores, cogiendo jazmines y oliéndolos hasta saturar su pituitaria. Luego los tira y se dirige lentamente hacia el sofá, donde se sienta hasta la hora de comer. Ocupa su tiempo echando pequeñas cabezadas de cinco a diez minutos, caminar lentamente del sofá al baño y del baño al sofá. Cuando no duerme ni orina, se entretiene rellenando palabras en casilleros que contengan su número de letras.

La hora de comer es el tiempo del fuego cruzado. Ahora sí levanta un poco más la voz para que ella le oiga. Entonces se le escapa alguna palabra hostil, que enseguida provoca la hostilidad de ella. Tanto uno como la otra están predispuestos a vivir con acritud el momento en el que ella pregunta: “¿Eso qué es?”, al ver la comida sana preparada por él. A su fatal interpelación le sigue una segunda, normalmente, dirigida a la persona con menos autoridad del grupo: “La sal”, me susurra en un tono perfectamente audible para todos. Me hago la tonta, pero al cabo de tres intentos termino dándosela. Mi padre finge no ver nada y cuando se acerca con el plato le grita: “¡Pero si ya lleva sal! ¿Más sal le vas a echar?” Este proceso va acompañado por una tercera interpelación intercalada con el asunto de la sal. Su famoso: “Échame poquito” es, junto con lo anterior, el desencadenante de la famosa ráfaga de oraciones y onomatopeyas proferidas con mayor rapidez y volumen que caracteriza la hora del almuerzo. Cuando viene el postre, si no ha habido mucho bombardeo, le ofrecemos un pedazo de chocolate y eso firma la paz.

Por la tarde, duermevela a modo de siesta, tras lo cual se despierta sobre las cinco. Mi padre le prepara otro tazón, esta vez de paladín caliente y unas galletas maría que se come mojándolas en el paladín aunque el calor supere los 40 grados. Creo que ése es el momento más feliz de su día. Adora el chocolate. Lo adora. Alguien debería filmar su manera de merendar. Lo hace con un entusiasmo oral, con un caérsele la baba imposible de encontrar en cualquier parte. Moja una tras otra las galletas en el chocolate ardiente, líquido y pastoso. El momento de masticar la galleta bañada casi entera es el mejor momento del día. Se deja sin mojar la punta por la que la coge. Después de habérselas zampado todas, sorbe el chocolate a morro directamente del tazón. Finalmente, muy satisfecha y un poco frustrada por haber terminado tan pronto, se limpia con la servilleta de tela contribuyendo a mancharla aún más si cabe.

Después de la merienda vuelve al sofá y espera a que la llamen, cosa que sucede entre las ocho y nueve y media. Durante la espera, ansiosa, no se levanta salvo para ir a orinar, pues no quiere que la llamen y ella no esté ahí para cogerlo. A la hora de la cena, entre nueve y media y diez, vuelve la pugna, ya sin tanta energía, acerca del sinsabor de la comida, concretamente, la cantidad de sal.

No hay consenso sobre cuándo comienza la vejez. El cuerpo se descompone lentamente, formándose escaras, moratones, cardenales, manchas en la piel, arrugas prolongadas, heridas abiertas, derrames internos, una excesiva y peligrosa fragilidad dérmica, en músculos, tendones y huesos. Aparecen o se agravan enfermedades. Se relaja la vejiga. Se acumulan olores. La desintegración física y la muerte son hechos contrastables. Todo está lleno de hechos contrastables. Cuando uno nombra hechos se olvida de nombrar.

Su rostro al merendar, su expresión, sus arrugas, su deleite al masticar la galleta manchada de chocolate. El momento desde su anticipación hasta unos diez minutos tras haber terminado de sorber el último resto de paladín a la taza y haber engullido el último bocado. Su estar ahí simplemente, a pesar de no poder estar de otra manera. Parece estar flotando, zafándose del instante preciso en el que vive.

Caminamos, esperamos a la sombra sin decirnos nada. Ni siquiera la conversación habitual y extremadamente centrada en lo banal para cuando la única pretensión es la de relacionarnos. El tiempo, la comida, nada que implique demasiado a los interlocutores. Lo banal oculta eso que habitualmente llamamos importante, es decir, algunos significantes cargados de afecto. Signos imposibles de apartar de cierto contenido, fijado hasta un extremo doloroso o placentero al que las cosas banales no llegan.

Mi abuela está a otras cosas. Pendiente de asuntos importantes. El que más horas le ocupa es la vivencia anticipada de su muerte, pero también recuerdos familiares muy dolorosos, de esos que no se terminan de curar nunca. Pero se calla, aparentemente serena. Son cosas que una oye, aventura, reconstruye. Ella menciona la primera: su abandono del mundo de los vivos. Cuando se va, le llevo flores de jazmín para su viaje. Le encanta el olor que desprenden. Sus pequeños gestos delicados parecen salidos de una película de Ozu. Aspira su olor intensamente, esperando que pronto llegue la hora de la merienda.

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