LA OVEJA NEGRA DE LA FAMILIA

LA OVEJA NEGRA DE LA FAMILIA

Era sin duda, la oveja negra de la familia. Su mamá y sus hermanos blanquísimos la repudiaron de entrada. Entonces mi prima, su dueña, la trajo a nuestra casa para que la criáramos. Estaba recién nacida; mi madre la alimentaba con leche tibia, era su primera tarea al levantarse. Se echaba encima una ruana y salía a darle su biberón. La teníamos en un terreno enseguida de nuestra casa, que sus dueños nos habían encargado. Ella antes de irse a dormir le daba el último tetero y la arropaba muy bien porque en aquellas épocas, en nuestro barrio en plena construcción, hacía un frío descomunal.

Mi papá no confiaba en que la ovejita se criara sin la leche y el calor maternos. Mi madre entonces colocó una extensión con un bombillo muy grande que le diera más calor en las noches y le consiguió unas cobijas térmicas.

Esa oveja tan negra como su sombra crecía y mi mamá seguía cuidándola con esmero. Aunque no es nada común tener una oveja de mascota, definitivamente ese animal era su mascota. Cuando mi madrecita entraba al lote a alimentarla o arroparla, la oveja se iba contra su regazo y le daba suaves topes con su cabeza. Luego, con su trompa la sujetaba de la falda o el delantal y así sin soltarla, la seguía por todos lados.

Nosotros nos fascinábamos con esos detalles, porque no imaginábamos que una oveja pudiese crear ese tipo de lazos con un ser humano; claro que mi mamá tenía un no sé qué, algo mágico. Ella generaba vínculos muy peculiares con los animales más inesperados. Por ejemplo a veces criaba gallinas: compraba los pollitos muy chiquitos y los cuidaba día y noche hasta que crecían.

Alguna vez una de esas gallinas se atoró con algo muy grande que se comió. Ella rápidamente le abrió el buche, le sacó todo lo que se le había atragantado y luego se lo cosió con hilo. Increíblemente el animalito sobrevivió y corría todo el tiempo atrás de mamá, cacareando muy fuerte cuando se alejaba.

En las noches muy frías la ovejita balaba sin cesar. Sólo se calmaba si mi madre se sentaba a su lado y le susurraba. Al poco rato quedaba profundamente dormida y mamá podía por fin irse a descansar. Cuando mi hijo era un bebé ella lo cargaba, se sentaban frente a nuestra casa, y entre los dos le daban su tetero a la oveja mientras le hablaban y la acariciaban.

En épocas navideñas, los vecinos nos preguntaban si habría asado de oveja ese año. Nosotros les respondíamos que estaba muy pequeña o muy flaca, o cualquier otra excusa. Y luego en familia discutíamos qué pasaría con ella, concluyendo siempre, que era parte de la parentela. Que eso de matarla para comérnosla sería como sacrificar a un miembro de la familia. Los años pasaban y la oveja seguía ahí en el limbo, sin que tuviésemos claro cuál sería su destino.

Llegó el día en que los dueños del lote lo vendieron y debíamos desocuparlo. No sabíamos qué hacer con la oveja. Pensábamos que sería bueno devolverla a la finca y ver si la madre y hermanos la aceptaban, pero mi prima dijo que no. Que esa oveja ya era nuestra, que hiciéramos un asado y problema resuelto. Algunos pensaban que era la mejor opción. Otros asegurábamos que era una locura, que sería como comerse al perro de la casa.

Discutíamos, debatíamos, polemizábamos, sin embargo no resolvíamos qué hacer con el animalito. Aconteció que de la noche a la mañana, la oveja desapareció. Mi madrecita se levantó un día a alimentarla y no la encontró. Nos despertó a todos y nos dispersamos por el barrio a buscarla, a preguntarles a los vecinos. Nadie la había visto. La oveja se esfumó y no volvimos a saber de ella. Mi madre, mis hermanos más pequeños y yo lloramos. Fue un duro golpe para todos.

Durante varios días estuvimos pendientes para ver si alguien hacía un asado de oveja, pero no logramos descubrir nada. Recuerdo que en esa navidad una de mis hermanas se tomó unos vinos de más y empezó a llorar mientras decía que no quería que la ovejita muriera virgen. Nos causó mucha gracia su ocurrencia.

Pasados algunos años, teníamos una empresa familiar de confección. Necesitábamos emplear vendedores para nuestros productos. Un chico que vivía cerca de nuestra casa vino a ofrecernos sus servicios y lo contratamos. Cuando llegaba de viajar le brindábamos un café, nos sentábamos a conversar un rato y así se fue haciendo muy cercano a nosotros. Se reía mucho de nuestros cuentos y del buen humor que nos caracterizaba.

En una ocasión tuvimos muy buenas ventas y compramos unas botellas de vino para celebrar. Como siempre, contábamos anécdotas de familia y reíamos recordando las locuras que hacíamos de pequeños. Alguien mencionó la historia de la ovejita.

El vendedor se quedó callado, pensativo. Nos extrañó su actitud pero seguimos conversando. De pronto él se paró y dijo con cierto temblor en su voz, que sabía lo que había pasado con nuestra oveja. Todos callamos esperando que nos contara. Nos dijo que siendo muy chico, una noche al salir con sus hermanos, la encontraron en la calle, desorientada y se la llevaron, sin tener idea de quién era su dueño. Como en su casa no había lugar, fueron donde una tía que vivía a las afueras de la ciudad, en una casa con un solar grandísimo. Allí la dejaron hasta que fue navidad, hicieron ¡el asado de la vida!, quedando como príncipes con sus invitados.

Todos callamos asombrados. No sabíamos si reírnos o llorar. Él nos pidió disculpas. Dijo no tener idea que el animal fuera nuestro. Su tía los había convencido de hacer el asado. «Ni modos de dejarla de mascota», les había dicho la señora. Mi madre lo miró y luego, con su ternura habitual y un dejo de nostalgia, le dijo: “¡Pues mijo, cómo le parece que esa oveja que se comió, era mi mascota!”.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS