Así conocí el mar

Todo tuvo su origen en la mala cosecha de aquel año que provino después de la sequía y nos dejó más pobres de lo que ya éramos. Lo agravó una enfermedad de mi madre que requirió la presencia del médico en casa, y luego un préstamo para pagar los gastos.

El hecho es que mi padre tuvo que emigrar en busca de trabajo. Se fue con su exiguo equipaje dejando a la familia bajo el cuidado de un hermano de mi madre.

Era 1960, mi padre había cumplido 40 años practicando una agricultura de temporal, siempre sujeta a los caprichos de la naturaleza, que ahora se veía obligado a dejar.

Acapulco era la ciudad más cercana a nuestro pueblo, apenas 150 kilómetros de distancia que de todos modos se recorrían en no menos de medio día.

Ahí las ofertas de trabajo menudeaban en aquella época de oro, cuando los artistas de fama internacional como el “Tarzán” Johnny Weissmuller y el cómico Mario Moreno “Cantinflas” junto con Richard Burton y Elizabeth Taylor, lo convirtieron en escaparate mundial.

Al principio mi padre venía a vernos al pueblo con frecuencia, nos traía cocos y frutas exóticas como la marañona, mangos manila y panameños.

No faltaban nunca los pescados secos, la sal y el aceite de coco, y siempre nos hablaba de la inmensidad del mar, de las olas gigantes que a veces revolcaban y arrastraba a los bañistas.

Como nos emocionaba hablándonos de los grandes barcos que llegaban de todo el mundo anunciándose con un silbido descomunal que se escuchaba en todo el puerto, nuestra imaginación volaba pensando que algún día nos llevaría con él.

Lo que pasó en seguida se debió al abandono notorio de mi padre quien comenzó espaciando sus visitas al pueblo, sus cartas no llegaban y tampoco el dinero que tanta falta hacía.

Mi madre que siempre estaba pendiente de las noticias que llegaban del puerto dio veracidad a ciertos rumores que corrían en torno a mi padre y, animada por la tía con quien vivíamos, sucedió el hecho.

-Vete a buscarlo y asegúrate de que no anda en malos pasos, la animó.

Mi madre no lo pensó dos veces para hacer el viaje y pronto nos vimos subidos en el autobús junto a mis dos hermanos pequeños.

Durante el trayecto nunca se me ocurrió preguntarle cómo haríamos para llegar con mi padre, afligido mirándola sufrir con los mareos y vómitos que le provocaban el desacostumbrado movimiento del camión y el fuerte olor a gasolina.

Hasta que llegamos a la terminal de autobuses miré que de entre sus ropas sacó el papel con la dirección de una hermana suya.

Para mí todo lo nuevo y desconocido se hizo presente desde que bajamos del autobús. Un calor sofocante que hacía sudar al menor esfuerzo, y el aire caliente que entraba por la nariz hasta los pulmones con cierto olor a podrido, se me hizo característico del puerto.

La tía Gaudencia vivía en la orilla de la playa donde ahora abundan los grandes hoteles, muy cerca de la base naval de Icacos. Su casa, una pequeña cabaña de madera, era simpática y fresca por su patio de almendros, marañonas y ciruelos cimarrones.

Mi tía nos recibió con alegría, dándonos razón de mi padre quien –nos dijo- solía visitarla los fines de semana.

Desde nuestra llegada lo primero que quise fue conocer el mar y al caer la tarde nos llevó por un camino de dunas hasta la orilla de la bahía.

Ahí estaba el mar, azul en su inmensidad, con la orla de espuma adornando sus orillas.

Su recibimiento fue dramático, las olas formaban tumbos que luego estallaban frente a nosotros, luego se recogían para volver con más ímpetu cada vez, en un movimiento constante que se me antojó eterno.

Nos acercamos con precaución hasta mojarnos los pies, después, más confiados, correteamos cangrejos y descubrimos las conchas de caracoles que efectivamente guardan en su interior el rumor inquieto del mar.

La primera noche me costó trabajo dormir pensando en su cercanía. Me ponía nervioso el chocar de las olas que creía llegando hasta el patio para engullirnos de un momento a otro.

Al otro día, como mi madre no se contenía en sus ganas de ver a mi padre, convenció pronto a mi tía para llevarnos a su trabajo.

Mi padre había conseguido acomodo de jardinero con una sobrina que administraba una lujosa residencia por la zona de Caleta, propiedad de una familia alemana.

El cuidado del jardín tenía embebido a mi padre quien hasta entonces solo había conocido el rudo trabajo del campo.

El esmero con que cortaba el pasto, podaba los árboles y reproducía las plantas, tenía contentos a los patrones que halagaban su desempeño.

Su estancia en ése lugar trabajando en el amable ambiente de las flores copa de oro y las buganvilias, los tulipanes y crotos, lo alejaban de la pobre realidad de donde venía.

Él mismo había cambiado, por eso cuando llegamos a la residencia y mi hermana se adelantó a tocar la puerta de la servidumbre se encontró con un padre desconocido, con el torso desnudo, vistiendo bermudas, el bigote y la barba bien rasurados y muy repuesto de peso, no tenía nada que ver con el hombre rudo y campirano.

Su desconcierto al ver a la familia frente a él fue notorio, y para ganar tiempo con una explicación convincente de su abandono optó por darnos un paseo en el jardín y luego subió a una palmera para bajar el racimo de cocos con el que nos agasajó.

Por la tarde en un ambiente más relajado nos llevó de regreso a la casa de mi tía con el acuerdo de que completando el mes regresaríamos juntos al pueblo.

Muchos años después conocí la versión de mi madre sobre el regreso a nuestra vida campesina, dijo que mi padre se había encariñado con la camarista, una muchacha costeña de sonrisa fácil y pelo rizado que también a mí me había simpatizado.

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