Dicen que Fina es mi nombre, aunque a veces también lo es Elvira. Dicen que yo soy yo, y es obvio, mis facciones no dejan lugar a dudas; otros, en cambio, dicen que yo no soy, que soy mi hermana, y es obvio, pues mi mirada introvertida lo confirma.
De esta manera crecí en una aldea remota de los bosques gallegos, donde la hierba es más verde,el agua más pura y los tomates más rojos. Y fue esa hortaliza escarlata, esa esfera perfecta, jugosa y lozana, la que me indujo a empujar el gran portón carmesí de la entrada de casa y cruzar el camino de tierra que me separaba del fruto anhelado.
Dicen que no anhelar nada es mediocre, y que anhelar demasiado corrompe. La mediocridad es capaz de cortar las alas a un gran soñador, le obliga a conformarse con el orden establecido. Los mediocres hacen lo que deben hacer y se comportan como se espera de ellos. Esa es mi madre, Luisa. Mujer vivaracha, de lengua viperina, mujer entregada al marido, al hogar, una buena esposa, de manual, de las de siempre. Se dice que Luisa, mi madre, quedó tocada tras mi parto. Para Luisa, las cenas eran desayunos y los desayunos cenas. Los días de lluvia eran culpa de mi padre, que leía demasiado y los de calor agobiante eran obra mía, pues era morena.
Dicen que la codicia y el vicio son la gangrena del alma; van necrosando cada rincón de tu ser robándotelo todo.Así era. Primero te echa de tu cama y te manda como a un perro al sofá; después te arrebata tus años de trabajo, a tus amigos, a tu mujer, a tu familia, hasta que cuando quieres darte cuenta ya es demasiado tarde y hay que amputar. Y tanto es así, que ni extirpándole a mi padre su putrefacto riñón, ni tras su patético arrepentimiento pudo salvarse. Y es que mi padre, Ignacio, murió esa semana. Pienso que en algún momento le quise, y jamás de los jamases apoyé la dureza de Luisa hacia él, hacia un pobre hombre, un ser miserable y débil, que no pudo hacer frente al golpe de estado que el whisky dio a su vida.
Fina es buena hija, Elvira no. Yo, soy mala, egoísta, pero profundamente generosa.Yo mato por mi madre, amo a Dios, a la vida; pero yo, yo me he cansado de vivir, soy profundamente atea y odio a mi madre. Soy promiscua y mojigata, soy pasional, libertina y pudorosa. Por las mañanas me como el mundo y por las noches el mundo me devora a mi. Y así era Fina, así era Elvira; así soy yo.
En las frías mañanas de Doniños, solíamos acompañar a la aldea a Mamá. Comprábamos huevos, pan y patata a Doña María, señora regordeta que desprendía un fuerte olor a amoniaco. Mamá la odiaba, pero la gorda nos daba de comer. Pienso que Mamá le tenía envidia, pues ella no sabía cultivar; y si me apuras, no sabia ni hacer una cama. De buena gana hubiese aprendido yo el arte de cultivar, pero Luisa decía que era cosa de meigas, y tenía razón.
Dicen que el ser humano es un ser complejo, capaz de dar la vida y matar a la vez. Tiene aspiraciones profundas, capaces de defenestrarle y elevarle a la cumbre del mismo Everest. Y es que todos tenemos secretos ocultos, que nos dañan el alma pero la alimentan también; y en mi caso, fue una hortaliza vermella y gustosa, la que me robó la razón. Y tanto es así, que aproveché un despiste de Luisa y corrí hacia el portón.
No sé si la culpable fue Fina o Elvira, o las dos a la vez. Y dicen, que cuanto más prohibido y obsceno, más loco e inmoral, cuando es cosa de hereje y blasfemo, tanto más satisface. Y tal era la perturbación que esas rojas curvas de vértigo produjeron en mí, que a pesar de ese carro de vacas, de los estridentes cencerros y el grito de Luisa, corrí hacia el tomate.
Y no sé, si ese día morí yo o murió mi hermana. A veces la echo de menos, o tal vez ella a mí. Y es que, a nuestros tres años de vida seguíamos siendo iguales, pero también diferentes. Yo la quería, aunque no la recuerdo. Mi madre tampoco. Y ahora…ahora Elvira soy yo, pero fina Fina también. Y, por cierto, soy alérgica al tomate…o no.
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