ESCAMAS Y COLA DE LAGARTIJA

ESCAMAS Y COLA DE LAGARTIJA

Las escamas de mis antepasadas las llevo incrustadas, forman parte de mi segunda piel. Y aquí me veo, adherida a ellas como una lagartija, deslizándome, metiéndome por resquicios y grietas en la historia de mis antecesoras. Mis escamas no cambian de color, son como tatuajes transparentes que solo brillan en la oscuridad; las tengo escondidas sobre los pliegues de las orejas, junto a los pelillos de la barbilla y entre las pecas de mis brazos. Dicen que le parezco a mi madre, y mi madre le parece a mi abuela, y ella a su madre, a mi bisabuela. Cuatro tiempos diferentes con sus caprichos y cuatro generaciones de insólitas mujeres. Todas ellas son mi identidad, la que me recuerda que formo parte de esta familia de mujeres. Me inquieta pensar que conmigo estos tatuajes se desvanecerán del todo.

Con estas escamas sobrellevo un recelo que va más allá: yo me quedé fuera de sus historias. Ellas me excluyeron. Me sacaron fuera las dos: mi bisabuela, por distancia más que evidente, y mi abuela, que aun viéndola cuando niña, nunca me perdí con ella, ni para anudarme los zapatos. Y respecto a nudos, es hora de unir cabos y desanudar miserias. «Me pregunto si les hubiera gustado ser lagartijas y resucitar sus malogradas colas».

Mi bisabuela Manuela un día llegó a mis manos en una caja antigua de lata azul de galletas. La primera vez que la veía. Venía vestida de sepia y sentada de lado. Doblada por la mitad. Manuela era una mujer flaca con pies enzapatados, de esos que dejan huellas batalladoras. Flaca y taciturna, como la gente de campo. Con la chaqueta marcando unos hombros adelantados y una corva que le escondía las tragaderas. Manuela era flaca, taciturna y encorvada, posiblemente su vida no se pareciera en nada a lo que ella esperaba; tenía una mirada dura, rígida de coraje, en un rostro perdurable en mi abuela.

A Manuela la encontré una vez más, venía cogida de otras manos, manos extrañas. Regresó del otro lado del océano, pegada a un mensaje irreal. Manuela seguía seca, más encorvada y blanca, la misma expresión callada con su coraje guardado. Y así de seca, seguía teniendo parecidas pisadas. Sin duda fue aguerrida antes de ser emigrante o ¿quizá fue desterrada? «Manuela, ¿a qué sentimientos te aferraste?»

Dicen que el diablo puede alojarse en estas imágenes de color sepia; es por eso que quienes lo saben las doblan para intentar echarlo. El demonio las viste de amargura con ese luto que enflaquece todo lo que toca. Tal vez haya sido él quien la convirtiese en esa madre fría e inaccesible que parece. Ella se fue bien entrada en los setenta años, dejó a su hija y a sus cuatro nietos. Uno de ellos era mi madre niña, la única que hablaba de ella; la quería como a su abuela, como quería a su madre: sin rencor, sin rabia. Manuela atravesó en semanas el océano. El buque que la llevó arribó en tierras brasileñas donde un hijo y su familia la esperaban.

Eran madres sustento de la vida que les tocó vivir. Mujeres sabias que murieron con un secreto escondido: mi abuela no se despidió de su madre y ella silenció la vida de Manuela. Delgada y encorvada una, delgada y encorvada la otra. Los tiempos de Manuela eran los que entonces muchas madres aceptaron: se conformó con parir. Ella crió y tal vez fuera a su pesar. Mi bisabuela pudo ser una más de esas mujeres distantes, insatisfechas, que a sus hijas culpan de todo. Mujeres en estado, pero de egocentrismo virtuoso, cubiertas de armazón como los armadillos.

Por el tropiezo con el demonio de color sepia, Manuela pudo ser: ceñuda, egocéntrica y reservada. La flaca, taciturna, ceñuda, egocéntrica y reservada, pero vulnerable al final de la vida, como muchas criaturas cuando se sienten enfermas. Solo buscan refugio donde las quieran. Ella desaparecerá con un pasaje pagado a tierras lejanas; embarcada durante semanas en un buque hacinado de gente y comida escasa. El hedor de las bodegas, la humedad de las literas y un ruido infernal de motores. Mucho frío. Mareos y fiebres. Sentada en cajón de día y enrollado su sueño en un colchón de lana.

Mi abuela también pudo ser uno de esos pajarillos que, aún nacido de nido, es picoteado por sus hermanos. Ella resistiría entonces, pero el circulo del infortunio trascendería. Ese nido queda vacío algún día. Nido que se rompe, pero el vacío permanece. Ella también parió, parió doble, una y dos veces. Quedó quebrada de matriz y tal vez, como su madre, fracturada de afectos. «Ese nido que hizo que mi abuela adorara a los extraños más que a los suyos». Ese nido cainita que como un fantasma se va quedando en las vidas, capaz de hacer sentir desprecios por hermanos. Vileza cebándose dentro de pantalones y blusas que huelen a sudor. Manos falseadas por grietas de hoz convertida en guadaña. Ese hermano que llega a odiar por desentendimientos; esa hermana que vuela de ese vacío, porque si no se apaga y se marchita. Y es que hasta el buen vino se agria en las botellas al calor del infierno.

El cuerpo sepia de Manuela grita lo que su boca calla. Tinta de diablo. La única capaz de descubrir resentimientos, envidia y tristeza; sepia para que veas sus entrañas egoístas y frustradas.

Pero, el tiempo ha madurado la fruta. Ya nadie custodia a nadie. La bilis negra trae melancolía en tiempos sin cólera. Me queda ese poso del buen aceite virgen que saca lo bueno. Acerco la luz, Manuela no me mira. Lo negro, se va haciendo gris, después azulado con un brillo de seda casi blanco. La opacidad de sus líneas se concibe transparente. Las venas de la vida se le van juntando, hasta reconciliarse. Se le abren los ojos, se encaja su sonrisa. El demonio se va rayando en cuerpo de cebra, sale a galope y mi piel comienza a descamarse lentamente.

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