Yo, a Gabriela Cohn, la conocí casualmente durante una exposición de vestidos de papel, en un museo de Montmartre, en París, ensimismada ante la figura de Nicole Kidman.
—Me recuerda a mi abuela —eso me dijo.
Ella iba sola. Yo también.
A la salida, sin saber cómo, nos encontramos bajando las calles que antaño frecuentaran Lautrec, Vian, el propio Picasso y tantos otros bohemios anónimos, buscando, en una de sus terrazas, una mesa pequeña, redonda y con sobre de mármol, donde reposar un café para iniciar una tertulia.
En una de ellas nos sentamos, frente a una vidriera de vivos colores cosida con hilos de plomo.
Camino de Polonia, Gabriela hacía una larga escala en París y aprovechaba su estancia para aprender francés, antes de continuar viaje hasta Sobibor; debía cumplir su promesa.
Y, en aquella terraza del Au Petit Montmartre, poco a poco, me fue descubriendo su historia, que era también la historia de Sara, su abuela paterna.
Ella fue quien la crió pues, sus padres, especialistas en medicina tropical, murieron víctimas de una extraña ‘fiebre de chikunguña’ a orillas del rio Paraná, cerca de Puerto Piray, en la provincia de Misiones. Gabriela contaba apenas cinco años.
—No tuve tiempo de tener hermanos —se lamentó.
Nadie más le quedó en Mar del Plata.
Mientras hablaba con su francés recién aprendido, la noche cerraba el cielo de París.
—Sara vivía con su familia en Chelm, frente a la estación de tren. Su padre era sastre. Su madre, costurera. Judíos —me confió.
De repente, encogió su rostro al recodar la tristeza de Sara siempre que hablaba de aquella primavera del 42, cuando todo cambió en la ciudad.
—Unos trenes pasaban de largo. Otros se detenían —me dijo—. Desde su terraza, ella observaba el incesante trasiego de soldados y personas por el andén, entre el espeso vapor blanco y el denso humo negro de la chimenea de las locomotoras.
Bebió un sorbo de café.
—Me comentaba que aquellos vagones iban atestados de prisioneros judíos, de toda Europa. Los trasladaban a Sobibor, el más cruel de todos los campos de exterminio.
Con la mirada perdida, detalló cómo algunos judíos eran obligados a colaborar, desvalijando a los presos, desnudándolos y acopiando su ropa. Luego, los trasladaban a las duchas y, después de gaseados, vertían sus cadáveres a paladas en profundas fosas.
—Contaba, que la muerte se escondía detrás de gigantescas vallas de alambres de espino, disimuladas entre elevadas ramas —describió Gabriela.
Se ilumina una lágrima en los ojos de Gabriela, porque no olvida el recuerdo de su abuela de aquel 11 de julio del 42. Ese día, un batallón de soldados alemanes rodeó la ciudad. Casa por casa, reunieron a todos los judíos en la explanada, delante de su edificio, entre amenazas y disparos perdidos.
—Dieciséis años, tenía Sara. Quince y once, sus hermanos —precisó.
Una maleta fue todo lo que les permitieron llevar. Añadió, Gabriela.
—Los soldados les gritaban que no era preciso equipaje, que volverían pronto —comentó—. Mi abuela, a escondidas, reunió algunos recuerdos en un pequeño maletín de latón.
Gabriela explicó cómo era de sobrecogedor el silencio de la plaza. Sólo se oían los gritos de los oficiales alemanes. Los soldados golpeaban simplemente por toser, los niños se tragaban el llanto y hombres y mujeres acabaron separados.
Pedí dos cervezas al camarero.
—Mi abuela vio desaparecer a su padre y a sus hermanos empujados a culatazos, como ganado. Nunca los volvió a ver. Nunca olvidó sus rostros, desencajados y asustados.
Intentó sonreír. No pudo.
—¡Huye lejos, hija mía! ¡Huye si puedes! —exclamó Gabriela, y añadió—. Fue lo último que Sara le oyó decir a su madre.
A ella la aislaron y la obligaron a subir al vagón de las jovencitas, donde encontrar un hueco era temerario. Al cerrar las puertas, apareció la noche. Intuía su destino.
—De Chelm a Sobibor se tardaba apenas una hora. Ese era el tiempo que Sara tenía para huir —reseñó Gabriela.
Esta vez si me sonrió antes de continuar.
—Dos tablones mal encajados en el vagón, el abrecartas de su caja de latón, su rabia y el destino, jugaron en su favor —suspiró—. Abrió el hueco necesario entre las maderas y no lo dudó. Esperó a que el tren disminuyera su velocidad y, en la última curva antes de enfilar el andén de Sobibor, saltó y rodó sobre los matorrales y la tierra dura. Detrás de ella, saltaron más chicas. Mi abuela corrió y corrió cuanto pudo. Tres días estuvo escondida en un granero.
Yo estaba ansioso por oír el final de la aventura.
—Al cuarto día se dirigió hacia el sur. Ucrania, Rumanía y Bulgaria. Sufrió para llegar a Grecia, donde encontró a una mujer joven, viuda, a las afueras de Kavala. Con ella vivió unos meses. Con ella huyó a Esmirna y, de ahí, ambas se enrolaron en un barco de acaudalados pasajeros. El destino las llevó a la costa del mar Argentino, al Mar del Plata. Vivieron juntas hasta que Sara se casó con un empresario que fabricaba postes de telégrafo.
Sara indagó lo imposible tras la huida de presos del campo, en octubre del 43. Nunca recibió noticias.
Los camareros del Au Petit Montmartre nos avisaron; el bar cerraba. Era la una de la madrugada.
No sé cómo sucedió, ni siquiera si fue mérito mío, pero Gabriela retrasó su viaje a Chelm unos meses más y consiguió trabajo en un gabinete de abogados.
Desde que la conocí, estuve siempre a su lado, hasta que un día decidimos casarnos. En abril.
De toda aquella historia de Sobibor, hoy se cumplen setenta años.
Y aquí estoy con ella, ante el monumento del campo de exterminio de Sobibor, el más cruel, frente a una pirámide construida de arena, mezclada con las cenizas de los doscientos cincuenta mil exterminados, paseando por caminos levantados sobre los edificios que arroparon aquella barbarie.
Gabriela cumplía su promesa; parte de las cenizas de Sara Cohn reposaban por fin con su familia.
La otra mitad descansaban en Argentina.
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