Todo comenzó con un zumbido, de esos que invaden el oído y taladran las entrañas. Después, un estupor, como si el aire se volviera denso, casi nublado. El ruido constante atiborraba el espacio: cuadros azotando a la pared, cristales estallando contra el piso, gritos a la distancia además de un extraño crujido proveniente del suelo, las paredes, los techos, mis dientes o todo junto.
La silla mecedora en la que estaba sentada, parecía tener toda intención de lanzarme a Venus en un sólo viaje, mis pequeñas manos se prendían hasta con las uñas, mientras mi mente en blanco no sabía que pensar.
¿Era real lo que estaba viviendo? ¿Qué estaba pasando? Mi padre irrumpió mi adormecimiento con un grito: «¡Está temblando!» ¡Quítate de ahí! . De un sólo movimiento me expulsó hacia la cama. En ese momento pude ponerle un nombre: se llamaba temblor.
Dicen que duró dos minutos, yo podría jurar que fueron mínimo diez. En menos de lo que me di cuenta, mi padre había ido por mi hermana menor para juntarla conmigo sobre la cama, al mismo tiempo daba instrucciones a mi madre, que estaba con mi otra hermana en la cocina, pero ellas no conseguían moverse. El vaivén aumentaba su fuerza inclemente; el ruido no cesaba. No comprendí la angustia de mis padres, pero si la sentí.
Hasta ese día, 19 de septiembre de 1985, mis padres habían logrado con mucho éxito ocultar a sus 3 hijas toda información sobre sus problemas y preocupaciones, mismas que una vez resueltas, quedaban guardadas con llave indefinidamente «hasta que estén grandes». Esa vez fue diferente.
Observé a mis padres, se abrazaron sin decir palabra, aún no entendía las razones, pero estaban asustados. «¡Cuidado! hay cristales por todo el piso», recibí la enérgica advertencia. Mi hogar lucía una macabra decoración, las grietas en cada pared simulaban un abstracto graffiti. El mareo permanecía, estábamos sin electricidad y sin teléfono.
Desde la ventana del cuarto piso dónde estaba mi casa, una espesa niebla de polvo empañaba el panorama, del que destacaba un incendio en un local cercano. Mi padre llamó a los servicios de emergencia con un radio banda civil.
Salimos la familia entera, los vecinos exhibían su desconcierto: «¡Se cayeron por Xola!»,»¡Qué se cayó centro médico!», «¡Y que también Televisa!». Como si hablaran otro idioma, yo no podía captar esas palabras; para mí caerse, representaba un moretón o un raspón y ya… de alguna manera intuí que nada volvería a ser igual.
La niña que fui, revivió de nuevo un 19 de septiembre. A 32 años de distancia, las lágrimas que no lloré en su tiempo, me anegaron por completo. Las imágenes llegaron con la inmediatez del internet: edificios completos hechos polvo en un parpadeo, gritos, furia, pavor, una explosión y mil puntos humeantes. Ya no había peligro para mí o para mi familia, el sismo no lo sentí en mi tierra, sólo lo sentí en el alma.
Entonces recordé: el polvo interminable, el olor a muerte, pisos enteros hechos «sandwich», zapatos tirados en las banquetas de quién-sabe-quién, la desesperación, la histeria inmediata ante cualquier corte de luz, los rostros con inmensa tristeza y personas durmiendo en sus coches o en los parques bajo la oscuridad total, sólo se oían los murmullos, los respiros y las ambulancias incesables… No sólo recordé, lo volví a vivir: la profunda incertidumbre, la interminable sensación de mareo, la gente caminando perdida y los escombros que quedaron sin demoler por años, como una cicatriz de la herida que le precedió.
Los niños no volvimos a ser los mismos, ahora sabíamos que nuestros padres no eran super héroes que nos podían salvar de todo, supimos que no todos morían de viejitos, también nuestra vida podría acabar pronto. Si, conocimos otro tipo de miedo, ese más allá de monstruos o malas notas y fuimos parte del temor colectivo.
Pero también recordé la otra cara: la de la valentía; las bolsas con comida preparada que hacíamos en equipo, los automovilistas dando «aventón» a desconocidos, las familias abriendo sus casas a quienes lo necesitaran, las ganas de ayudar a desconocidos, la intensión de dar, la unión, el amor incondicional, la fuerza, los encuentros casuales efusivos, los abrazos sentidos y el llanto-risa a la menor provocación. «¿Cómo te fue?» era la constante pregunta, «todos bien, gracias a Dios», aunque esa respuesta escondiera una diferente historia de dolor.
Una vez más, misma fecha, mis padres, mis hermanas y yo nos volvimos a sentar a la mesa. Ahora en otro lugar y con 3 nuevos niños. Dimos gracias por la comida y nos miramos los unos a los otros con la inefable sensación de sabernos vivos. Tristeza, alegría, miedo y agradecimiento servidos en el mismo plato y si, podríamos responder de nuevo «todos bien, gracias a Dios».
OPINIONES Y COMENTARIOS