Renata, Patricia y Eugenia eran tres hermanas pertenecientes a una de las tantas familias acomodadas que elegían el tranquilo barrio de Belgrano, en la capital argentina de la década del ´50, para fijar su residencia.
Apenas se mudaron comenzaron a estudiar música por indicación de sus severos padres, en una de las mejores academias que existían en esa época, la cual hacía unos días que había abierto sus puertas.
El profesor, perfeccionista y exigente, convertía en toda una ceremonia, cada una de las clases. Por unos minutos, se paraba delante del alumnado para observar y corregir cualquier postura desaliñada, haciendo hincapié en la forma de portar los instrumentos.
Era rara la vez que debía indicar algo a las hermanas, ya que ellas poseían una natural prolijidad. El maestro se desplazaba por entre los alumnos, con los pulgares enganchados en los bolsillos de su chaleco, lentamente.
Renata, sosteniendo el arpa de palisandro y marfil por la columna, con ambas manos, esperaba su turno de inspección.
Patricia se mantenía muy derecha en la butaca, sosteniendo sobre su falda, el violín y el arco.
Eugenia, inquieta, trataba de no temblar y se aferraba a su clarinete de ébano con llaves de plata.
Cumplida esa rutina de los lunes, miércoles y jueves, el resto de la clase se desarrollaba con normalidad, y las jóvenes hermanas parecían disfrutar mientras ejecutaban los instrumentos, con notable aplicación.
En honor a la verdad, las chicas hubieran preferido estudiar música moderna.
Cuando sus padres se ausentaban por algún compromiso social, y sabían que iban a estar solas por largas horas, el combinado del comedor reproducía, uno tras otro sin cesar, la pila de discos long playing de furioso rock and roll, que fueron comprando a escondidas.
Parecían enloquecer al escuchar los temas de Elvis Presley, Chubby Checker o Bill Halley con sus Cometas.
Bailaban enloquecidas practicando los pasos de rock que habían aprendido en un programa de televisión, durante el cual, un descarado Elvis movía su pelvis y sonreía sensual mirando a la cámara.
Eugenia era la más entusiasta, e hizo notar a sus hermanas el gran parecido físico entre el profesor de música y la movediza nueva estrella del rock. Además, a nadie había contado que su corazoncito latía desenfrenadamente durante las clases de música. Así como tampoco mostraba las fotos del astro rockero que recortaba de las revistas, y guardaba entre las páginas de sus libros.
Cierta noche, los padres de las chicas invitaron a cenar al severo profesor de música, conforme a la fluida relación que mantenían ambas familias. El padre, como para ir preparando el ambiente puso en el tocadiscos la Sinfonía Fantástica de Berlioz, en la que se destaca un solo de arpa.
Al llegar el invitado, todo transcurrió en absoluta cordialidad, y en las conversaciones siempre estaba el tema de la música. El profesor comentaba los adelantos de las chicas, y lo aplicadas que demostraban ser, clase tras clase.
Luego de los postres, el maestro se acercó hasta los estantes donde se guardaban los discos y al ver la tapa del Disco de Oro de Elvis, el cual se habían olvidado de esconder, miró a las chicas, y con una amplia sonrisa preguntó:
-¿Podemos escucharlo?
Ellas miraron a su padre, quien atónito, respondió un sí apenas audible, ya que desconocía su existencia. Los primeros compases de Love me tender, cantado con sugestivo acento, distendió el clima almidonado de la reunión. El maestro invitó a bailar a Renata mientras los demás no daban crédito a sus ojos. El segundo tema, It´s now or never , lo bailó con Patricia, y los padres observaban ya, con una tímida sonrisa en sus labios.
La explosión surgió cuando Jailhouse Rock inundó el aire y el profesor, tomando a Eugenia de un brazo, comenzó a sacudirse como poseído, contagiándola con los frenéticos pasos, quien lo seguía con maravillosa gracia. Ambos dieron rienda suelta a sus habilidades con los pasos del ritmo de moda. La falda de la joven parecía tener vida propia por las vueltas en el aire cuando el profesor, con gran destreza, la revoleaba y conducía en el loco baile.
El joven maestro totalmente despeinado y agitado, tomando repentinamente a Eugenia en sus brazos, comenzó a hacer la mímica del final de la canción, ante el espanto incipiente de los padres. Parecía el mismísimo Elvis allí presente, que sonreía con aire seductor y se inclinaba ante los aplausos y grititos histéricos de las chicas. Realmente, estaban todos pasando una noche inolvidable. La personalidad del profesor había mostrado una faceta desconocida que a todos había complacido.
Bueno, a casi todos. Porque dos días después, las jóvenes habían comenzado a concurrir a las clases de música dictadas por un nuevo profesor, que no se parecía a ningún astro del rock.
A decir verdad, se parecía al mismísimo Berlioz…
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