Aquellas llamadas desde Argentina

Aquellas llamadas desde Argentina


La historia venía de lejos. Por lo visto, cuando finalizó aquella guerra civil que arrasó España, muchos tuvieron que huir a otros países, unos por miedo a la represión de los vencedores o por convicciones políticas y otros por hambre.

Realmente no sé cuál de estas razones empujó a mi tío Ramón, hermano mayor de mi madre, a emigrar a Argentina al acabar la tragedia, pero así fue. Allí la suerte le sonrió y acumuló una considerable fortuna con la que ayudó a su familia española a paliar la miseria que asoló nuestro país en el periodo de postguerra. Se casó, tuvo un hijo y perdió el contacto con España. No sé por qué, jamás volvió.

Salvo vagas referencias a su vida o alguna anécdota, que alguien de la familia mencionaba en algún momento puntual, el tío Ramón no existía. De hecho, para mí, no había existido nunca.

Un día, al llegar a casa, vi a mi madre llorando. Sentada en su butaca con la cara totalmente enrojecida y los ojos irritados, enmarcados en unas hinchadas ojeras, se enjugaba el llanto con uno de aquellos pañuelos que solía llevar siempre consigo. Lo más desgarrador eran esos gritos en voz baja, casi suspirados, que, entonando sus lamentos dolorosamente, entrecortaban los sollozos y se convertían en una insólita plegaria.

Había muerto el tío Ramón, allá en ultramar. Su hijo, un tal Alex, se comunicó con ella y le dio la noticia.

Intenté consolarla diciendo lo que se dice en estas ocasiones y en ello estaba cuando sonó el teléfono. Al descolgar me contestó una mujer con un marcado acento argentino que se presentó como Lorena, la viuda del señor Gómez, el hermano de mi progenitora. Quería hablar con mi madre.

La conversación pronto derivó en lágrimas que derramaban juntas, sobre las dos orillas del océano, sobre los dos hemisferios terrestres, sobre sus dos corazones.

Las charlas telefónicas fueron cada vez más frecuentes hasta hacerse diarias. Cada día a las 9 de la noche, hora española, la tía Lorena hacía la llamada que mi madre esperaba impaciente. Hablaban y hablaban, reían o lloraban, se lo contaban todo.

Poco tiempo después esa costumbre se volvió tradición. Algún día, por una cosa o por otra, faltaban a su tertulia pero recuperaban el tiempo perdido en la siguiente ocasión.

Lorena era la que siempre telefoneaba, de esta forma la factura corría a su cargo, era rica.

Recuerdo a mi padre como miraba a mamá mientras conversaba con el auricular pegado a su oreja. Él se contentaba con ver a aquella mujer disfrutando esos largos ratos que le pertenecían sólo a ella. El respeto a esa intimidad agradecía tantos momentos que le había regalado y que, en la salud y en la enfermedad, habían construido su felicidad.

Papá escuchaba atentamente a mi madre contar los avatares de nuestra desconocida familia argentina. Se refería a ellos como a viejos amigos, de los de toda la vida, como si hubiese estado tomado un café en casa de la tía esa misma tarde.

Aquella entrañable cercanía, a miles de kilómetros de distancia, dibujaba una luminosidad mágica en sus ojos que, cuando relataba los diálogos a través del extraño hilo tecnológico que las unía, proyectaba en el ambiente la paz que ella misma sentía, la sensación de que todo estaba en su lugar. Como si la complicidad adquirida con Lorena hubiese pagado alguna ancestral cuenta pendiente con su hermano Ramón.

Un día la llamada no acudió a su cita, algo que no extrañó a nadie, ni el siguiente tampoco, ni el otro. Mi madre empezó a preocuparse a la semana de no recibir noticias y, esta vez, llamó ella pero no hubo respuesta. Una y otra vez lo intentaba consiguiendo el mismo resultado. La verdad es que todos pensábamos que algo no iba bien y, aunque procurábamos minimizar cualquier especulación en su presencia, entre nosotros, murmurábamos prediciendo la desgracia.

Varios días más tarde sonó el receptor, a las 9 de la noche, pero no era la tía. Habló su hijo que nos reveló la triste causa de aquel silencio telefónico. Una fulminante enfermedad había atacado el cerebro de Lorena que fue ingresada en un hospital donde, tras unos días luchando por su vida, falleció sin que pudiera hacerse nada para evitar el fatídico desenlace.

El drama nos afectó a todos aunque, como era de esperar, mamá fue la que sufrió el golpe más fuerte quedando totalmente abatida. Ya no hubo más llamadas a las 9 de la noche, ya no hubo más charlas con la tía Lorena y la lejanía se volvió definitiva.

Pero nadie puede parar el tiempo y la vida sigue avanzando, poniendo y quitando, a su antojo, alegría o tristeza que siempre vuelven como compañeras, alternándose, en un viaje que sólo acaba cuando termina todo. Y ahora tocaba lo bueno, mi hijo acababa de nacer trayendo consigo, debajo del brazo, una nueva ilusión que vendaba las anteriores heridas y mi madre recuperó la alegría cuando se convirtió en abuela.

Pasaron los años, mis hijos rozaban la adolescencia y, aunque mamá y papá se habían ido ya, mi existencia estaba razonablemente satisfecha. Por otro lado, el hilo telefónico dejaba paso a otros sistemas de comunicación inimaginables poco tiempo atrás. Llegó Facebook y yo, como no, me abrí una cuenta en este nuevo medio.

Un día, un tal Alex, me envió una solicitud de amistad que acepté. Resultó ser mi desconocido primo argentino. Le di mi número de teléfono, que ya era móvil y, al rato, me llamó.

Nunca antes habíamos hablado pero la sensación de conocernos desde siempre dirigió la conversación. Sabíamos mucho el uno del otro, nuestras madres, que no se vieron nunca aunque sí llegaron a conocerse muy bien, se encargaron que fuera así.

Nos llegamos a ver en persona pero eso es otra historia. En esta las llamadas volvieron, no son diarias ni son a las 9 pero son y, con ello, sé que mamá, allí donde esté, se sentirá más feliz.

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