Una sonrisa en los labios, una mirada llena de ilusión y una apretón de manos. Si alguien me pregunta cómo describirte, ésta sería la frase escogida.
Siempre risueño, siempre silbando canciones del folklore popular, poco hablador y de buen corazón. Asomarme a tu mirada me aportaba la protección necesaria en mi niñez para sentirme capaz de todo. En tus ojos, claramente podía ver el paso del tiempo, la fortaleza de quien ha crecido trabajando en el campo, la alegría de saber que has construido una familia y un hogar sólido, la serenidad del merecido descanso tras años de mucho trabajar, la ilusión de una nueva etapa junto a tus dos biznietos.
Tus manos, qué decir de tus manos. Ésas a las que me he agarrado siempre, hasta el último día… Grandes, morenas y fuertes. Ésas manos que transmitían dulzura con suaves cosquillas, ésos apretones de manos que protegían, ésos apretones de manos que necesitaste en tus últimos días.
¡Cuántos partidos de pala en el frontón! ¡Cuántas meriendas en el campo! ¡Cuántas películas compartidas! ¡Cuántos partidos de fútbol disfrutados!
Poco hablador y con un corazón enorme supiste cuidar de mi, contándome cuentos e historias.
Quién tuvo la oportunidad de conocerte, coincide en destacar tu bondad. Y es que, desprendías ternura por los cuatro costados. Quedaste huérfano al nacer, tus tías y tu hermana te criaron y cuidaron hasta que aún siendo un niño hubo que ponerse a trabajar: en el campo, de pastor … todo valía para poder vivir. Nacido en un pueblecito humilde de la provincia de Valladolid, emigraste hacia el norte de la península acabando en un pueblo de la provincia de Álava. Y allí le conociste. Siempre me hizo mucha gracia oírte decir aquello de «… y la conocí cuando aún llevaba calcetines …» Expresión con la que nos querías decir que te fijaste en la abuela por vez primera cuando ésta era aún una niña, una colegiala que compartía contigo camino a través del monte mientras llevaba la comida a su padre que ejercía de pastor.
Aún siendo un forastero en Álava, tu personalidad, tu constancia en el trabajo hicieron de ti uno más en el pueblo. Tú lo sentías como tuyo y las gentes del pueblo te sentían un hijo más. Llegada la hora en que la abuela se fue a la capital a trabajar en casa de «los señores» te hiciste con una pequeña motocicleta con la que poder visitarla, con la que pasar vuestras tardes libres paseando, tomando un café y los días de fiesta ir a bailar.
Las oportunidades si se buscan, llegan, y si dejas que toquen a tu puerta pueden hacer que cambie tu rumbo. Y esto debiste de pensar cuando conseguiste un puesto de trabajo en una fábrica. Cómo recordabas ésos años en los que vivías «de patrona» y tenías dos trabajos para ahorrar dinero, todo para poderte casar con ésa muchacha que conociste con calcetines.
Estoy segura que fueron años duros, años en los que la postguerra todavía dejaba su rastro, años en los que fueron numerosas las huelgas de los trabajadores, años en los que procurabas no ser fiado en las tiendas, … pero siempre los recordabas con una mirada feliz e ilusionada por lo que vino después. Te sentías orgulloso de tener lo que tenías gracias a tu trabajo, a tu esfuerzo, a tu amor por la vida. Y gracias a ese amor nació tu preciosa hija. Estoy convencida que todo el amor que de niño echaste en falta se lo diste a mi mamá, volcándote en su educación y su bienestar. Una educación escolar que tú no pudiste recibir. Ya te encargaste de no quedarte atrás, aprovechando los dos largos años del servicio militar en dónde aprendiste a leer, a escribir y las operaciones matemáticas básicas para «manejarte en la vida».
A tu hija le enseñaste los valores más importantes de la vida: » Amor, Respeto, Confianza, Esfuerzo, Sinceridad»
A mí me enseñaste a ser feliz. Desde el día que me regalaste mi primer sonajero, el día que crucé el pasillo de la iglesia llevándote en mi brazo como padrino, el día que tuviste en brazos a tus dos biznietos, el día que nos dijiste adiós. Gracias.
A tus dos biznietos les has enseñado a disfrutar del parque de los patos, a jugar a la petanca, a cantar villancicos. Me entristece acordarme que ya no estás y que no te van a ver más. Pero cuando pienso esto, cierro los ojos y veo tu mirada, ésa que está llena de ilusión.
Y por esa mirada, por esa sonrisa, por esas manos protectoras, sonrío al acordarme del saludo que tenías con tus biznietos al verles entrar en casa: «Hola salao».
Por ese recuerdo, por ésta historia tuya y mía, por eso te querré siempre. Hasta siempre «salao».
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