Recordando un viaje difuso

Recordando un viaje difuso

Emanuel Morales

04/07/2019

Recordar lo viajado se vuelve un trabajo cuando ya pasaron los años y en un intento de retratar una historia emocionante comienzas a incluir rasgos que van entre la realidad y la ficción. Pero no es la soberbia la que relatas, si no tu deseo de que los demás perciban de la mejor manera tus experiencias.

Te invito a acompañarme en este viaje de mis recuerdos difusos e imaginarios, pero de sensaciones honestas.

Recorriendo el sur de chile, encontramos a un niño bajo la lluvia en las afueras de Puerto Montt, y decidimos ayudarle a llevar un cajón con equipo de campamento en dirección a los Altos de Polincay, donde hallamos a su familia, quienes nos invitan a pasar la noche.

Mientras escarbamos una pequeña zanja alrededor de la tienda para evitar la inundación, el niño nos pide que le sigamos hacia un prado cerca del campamento. En el cual al llegar, inunda nuestros zapatos y moja nuestros calcetines. Mientras miramos nuestro calzado, el niño solo observa el cielo nublado y lluvioso. Aludimos el hecho a una mala broma y tomamos al bribón de la mano para volver al campamento, pero de inmediato el niño se sienta y se recuesta de espalda y con una nariz mocosa sigue mirando hacia el cielo. Sin saber que hacer, nos interesamos y nos disponemos a mirar hacia la misma dirección.

Al anochecer el cielo se despeja y solo observamos las estrellas, común de los lugares del sur alejados de la urbe. Pero miramos al niño quien comienza a sonreír con asombro. Regresamos a la fogata del campamento, merendamos pan con mantequilla y una taza de chocolate caliente y el pequeño nos comienza a hablar de astronomía y de la hermosa nebulosa que acaba de ver, y de lo privilegiado que hemos sido de ver algo tan genial, nosotros conociendo el Valle del Elqui decidimos omitir nuestra presunción y oímos al niño con atención hasta que su madre lo seca y lo lleva a dormir.

Ya de día con sopaipilla en mano y mate saboreado, nos dirigimos a la comuna de San Juan de la Costa, para ir en búsqueda de un cementerio que nos han dicho que es muy diferente a lo tétrico y triste, que ya conocemos.

Al llegar nos indican que sigamos el camino presidido por los árboles. De pronto un silbido nos llama la atención y nos encontramos con un joven todo sucio con aspecto agotado. Nosotros preocupados le consultamos si se encontraba bien, él nos menciona que se encuentra así debido a que está realizando un voluntariado para ayudar a construir una vivienda para un ermitaño del sector. Aprovechamos de preguntarle dónde se encuentra el cementerio del que todo el mundo habla, él nos comenta que se ubica en el sector de La Misión y quizás podríamos compartir el camino y quizás con sus indicaciones no nos perderíamos.

Nosotros algo desconcertado con su forma de hablar, le comprendemos de inmediato al observar un letrero indicando que nos encontrábamos en el sector de Quizás. Nos reímos todo el camino y nos sentimos aliviados al ver que el joven solo nos hacia una humorada.

Llevábamos una hora caminando y le consultamos al voluntario cuánto faltaba para llegar, él nos menciona que La Misión se encuentra a dos horas desde donde nos encontrábamos, pero la casa del ermitaño se ubicaba en esa pequeña colina. De esta manera nos dirigimos a hacer una breve parada en el sitio del ermitaño.

Al llegar nos encontramos con una vivienda a medio construir y otra cuya belleza solo era equivalente a la diversidad de materiales con las cuales estaba construida y al lado un hombre que en su vestir y rostro detalla la misma diversidad e historia que su futuro antiguo hogar.

El ermitaño con un rostro duro al vernos, coge algo cubierto por una manta y se dirige hacia nosotros, de inmediato nuestros prejuicios reaccionan en alarma y en un mismo instante el hombre cambia su rostro a uno gentil y descubre la misteriosa manta, mostrando una verde sandía, se nos hizo agua la boca, y el abuelo sin ni siquiera titubear procede a cortarla con un cuchillo y nos entrega el rojizo precioso. Nuestros estómagos quedaron hasta reventar e incluso nos comimos las semillas en señal de agradecimiento. El ermitaño solo con su mirada nos desea un buen viaje.

El joven voluntario con ánimos de seguir en su labor solidaria, se dispone a acompañarnos solo hasta el punto donde el camino no sea confuso y se despide para volver a su labor de voluntario.

Ya es de noche y nuestra única guía son el camino y las linternas, sin ellas ni siquiera nuestras manos somos capaces de ver, el escenario ideal para visitar un cementerio.

Mientras caminábamos el morbo era aún más intenso, teníamos lista las cámaras para grabar cualquier suceso paranormal o violento, pero a medida que llegábamos al punto que nos habían indicado, nuestra sed de curiosidad se transformaba en una sensación de respeto y ceremonia, no era algo intencional y tampoco sabemos si era debido al aburrimiento de caminar en la oscuridad.

Entonces el bosque que bordeaba nuestro camino llega a su fin y comenzamos a ver un cercado y dentro un gran conjunto de pequeñas cabañas de madera, la luz que disponíamos no alcanzaba el final de dicho lugar. Caminamos y esperamos hallar una entrada, pero sin percatarnos ya nos encontrábamos dentro, en ese momento los prejuicios, la curiosidad y el miedo desaparecieron, solo existía tranquilidad y plenitud, miramos al cielo y logramos observar la nebulosa más bella que habiamos visto en nuestras vidas.

La paz fue tan grande que decidimos meditar hasta el amanecer. Antes de partir, compartimos nuestra experiencia con los lugareños, quienes nos mencionaron que eso sucedió porque se trataba de un cementerio indígena, al oírlo nos miramos algo desconcertados, nos despedimos y nos adentramos hacia una escalera dentro de una arboleda ,sintiéndonos privilegiados de haber vivido algo tan genial.

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