Rompí las botas de mi camino.
Se despegó la suela.
Han cumplido fielmente la mayoría de edad a mi lado. Con ellas he pateado los Pirineos, y todas las montañas de Mallorca, los tres miles: L´Ofre, Na Ferradura, y Sa Rateta. El Puig Major y varias veces el Tossals, el Puig de Migdía. Galatzó, Galilea…
Y cuando llegó Él aunque las excursiones han sido más suaves he seguido caminando con ellas amén de darles el respiro que se merecían. Pantanos de Cúber y Gorg Blau. Sa Foradada, Cala Deia, Cala Santany, Banyalbufar desde el camino viejo del correo de Esporlas. Son Real. S´Estanyol, la Albufera de Alcudia, Sóller y su tren y cien senderos que me han llevado al centro de mi respiración.
A entender los límites de mi cuerpo, de mi mente.
A preparar una mochila cada vez más liviana, perfecta en cuanto a peso y forma. El bagaje justo para una montaña, un día, mi hijo y yo. Quizá sea ese el secreto del camino. Llevar lo imprescindible para darle cabida a las emociones. Deleitarse con el sonido de las hojas cuando las besa el viento, el de mis pasos o con una simple galleta que llevo mil años comiendo, y sin embargo sabe distinta en mitad del monte.
Mirar al cielo y plegarte a sus deseos de chubasquero, de abrigo cuando él lo ordena, sin tener frío.
Descubrir que la bruma hace más bonito el perfil de los acantilados. Le da una luz de pasado y futuro, mientras sostienes con la mirada el presente.
El mar huele a oportunidades, a algas y a sal.
Mi hijo iba y volvía por el camino, fiera premonición de lo que pasará después en su vida. Andar y desandar, hasta poner rumbo fijo. ¡Qué mentira más bonita! Cuando al final todos cogemos atajos si así lo dictan las circunstancias. La vida son tus pasos, rodeos de veredas y paisajes sin aliento, o quizá sólo te atrajo esa senda empedrada por su sombra.
¿Qué es la vida sino un camino por descubrir…?
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