Lo habíamos logrado. En el último minuto el Dr. Galenda había dado su veredicto positivo. Era invierno, hacía frío y el viaje tenía sus riesgos para la salud de Pablo. Pero él y yo lo esperábamos como quien espera la libertad después de años de encierro. Como quien ansía los rayos del sol después de una larga temporada de cielo gris. Para el resto de los mortales, el nuestro sería un auto más en medio del tránsito de Victoria, localidad de San Fernando, en la provincia de Buenos Aires. Un auto más cruzando semáforos y vías de tren para alejarse apenas unos kilómetros, 6 kilómetros, de un hogar. ¿Viaje corto? Para nosotros era un galope por el universo, por los sentidos más inmensos y añorados.

Para mi auto familiar azul, con migas de Criollitas por doquier y olor a mamadera en el asiento, la callecita Constitución y sus lomos de burro pasaron a ser nubes en el cielo. ¿Acaso podía ser de otra manera cuando tantas pero tantas veces nos habíamos despedido como si el viaje fuera ese otro, el definitivo? Esta era una victoria. Vida de verdad. Un viaje con mayúscula. Ya hace meses habíamos logrado dejar esa clínica en capital. Lo cuidaban con algodones, asfixiado por protocolos. Vivir era no morir. Hablar, comer, salir a la calle…eran riesgos. La vida tenía que ser en una cama. Y muchas veces, atado.

Al menos eso ya lo habíamos superado…En este nuevo hogar Pablo se sentía mejor, rodeado de gente increíble que veía lo que él sí podía hacer.

Su sonrisa no entraba por el espejo retrovisor. Romina, la kinesióloga, se sentó adelante conmigo. Traía equipamiento como para un hospital de campaña por cualquier emergencia. Aspirador, nebulizador, medicamentos, y andá a saber qué otras cosas. Eran apenas 10 minutos de viaje, pero teníamos que estar preparados. Una pequeña obturación en la cánula y el cuento podía terminar mal.
Puse play y Los Beatles se metieron a celebrar la aventura a todo volumen. Cómo describir la emoción en ese auto…¡desbordaba hasta el Río de la Plata! Mi hermano, mi hermanito tan querido, me miraba excitado como nunca. Felicidad pura. Los rayos y sombras entre los árboles salpicaban luces como bola de boliche para nuestro andar glorioso. Cada vecino, cada esquina, cada local, cada plaza y hasta los billetes en mi cartera eran para él motivo de asombro. Pablo era, al fin, uno más por la calle.

Con Romina no nos conocíamos pero supo que detrás de lo que parecía un paseo en auto, se escondía algo mucho más profundo, genuino, original; algo que no pasa todos los días. Pablo sacudía sus manos en alto sin poder contener tanta alegría y Romina se puso a filmarnos con su celular. Nosotros éramos la película.

¿Cuántas veces lo habíamos soñado? Tantas veces se lo había prometido al pie de su cama en la última internación…Tantas veces lo había usado de «premio» para que se dejara sacar sangre o para que tuviera «un poco más de paciencia».

Este viaje había sido la gran motivación para poder soportar lo insoportable.

Y ahí estábamos, charlando de semáforo en semáforo. «¿Te acordás esa tarde dos años atrás- le dije-, cuando jugamos una carrera hasta el auto riéndonos a carcajadas en el estacionamiento del Hospital Austral?»

¡Claro que se acordaba…! En aquel entonces habíamos ido a ver a un especialista. Se venía el invierno y con mis otros hermanos no queríamos una séptima neumonía para Pablo; queríamos dar en la tecla. Desde la muerte de Papá, había quedado al borde de la muerte repetidas veces.

«¿Y te acordás ese Jorgelín triple de chocolate que te había comprado?», rememoré, y se rió. Los que conocen personas con síndrome de down darán fe que la picardía y la inocencia son uno de sus máximos dones. El primero, para mí, es la bondad de su corazón. Los hace fuentes del gran tesoro de la humanidad: el amor incondicional. Pablo no olvidaba ese alfajor porque fue el último que probó.

El duelo de no poder comer estaba bastante superado y por eso recién ahora podíamos coquetear con esos recuerdos.

También había sido la última vez que habíamos corrido juntos.., pero qué importaba. ¡Todavía podíamos bailar y hacer unos paso tomados del brazo! Además su silla de ruedas nueva era lindísima. Las charlas y mates también habían quedado en el recuerdo, pero las risas seguían estando. Menos ruidosas, y por eso más sagradas. Costó tanto. Todo costó tanto. Y aún así, ahí estábamos en viaje a cumplir una promesa.

Los carteles anunciaban nuestro destino: la película tan esperada acababa de inaugurarse en el cine. Pablo amaba esa saga; hace 10 años me venía insistiendo para que lo lleve a ver la «cuatro», pero ¡no existía! «¡De tanto insistir lograste que la hicieran, viejo!» lo felicitaba.

Yo con 35 años, él con 30. ¿Grandulones? Nah. Seguíamos siendo los mismos niños de siempre. Sigo siendo niña gracias a él. «Yo soy tu hermana fiel – le canté inventando y tarareando la canción de la película-, si un día tú te sientes lejos muy lejos de tu lindo hogar, no te preocupes todo va a estar bien ¡yo soy tu hermana fiel, si yo soy tu hermana fiel!».

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