En mi pila de años respiré muchas rutas y cielos, pero hubo un viaje que cambió mi vida para siempre. El primer paso caminado en esa tierra fue el 14 de noviembre de algún tiempo atrás en un pueblo muy pequeño. De esos en los que se duerme como un compromiso la siesta y en los que todas las personas se saludan en la calle. Me sentía un poco ajena y sabía que todos los que me veían se daban cuenta de que yo no vivía ahí. Pero en toda esa ola de cosas nuevas vi a alguien que me miraba con otra clase de mirada. Una suerte de viajero-habitante. Con ojos conocedores de su alrededor pero a la vez con un pizca de descubrimiento. Lo único que pude pensar fue “¡este chico se quedó con toda la belleza del mundo!”. Él, en una esfera distinta, gritó “cuidado”, cuando vio que dos bicicletas se dirigían hacia mí. Me reí sin sonido y con los ojos achinados. Corrió y me dijo desde mucho más cerca “deberías tener más cuidado” y asentí fingiendo que lo suyo no era una excusa. Noches después, fui a tomar el tren de regreso, pero no lo hice sola, sino con alguien que me ayuda a cuidarme.
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