Nervios, indecisión y compras de última hora. ¡Mierda! Mi vuelo sale en cinco horas y no tengo casi nada preparado. Una voz interior me dijo: «solo lo imprescindible».
Bien. Lo imprescindible. Una orden tan simple y directa debería haber resultado sencilla de cumplir. Sin embargo me bloqueó, me paralizó. Esa voz tan consecuente y directa quedó silenciada por decenas, cientos que comenzaron a gritarme: «¿qué es imprescindible?», «¿qué necesitas?», «¡a ver qué eliges!», «¡piénsalo bien!».
Pasé minutos incrédulo ante tantos mensajes que parecían reprocharme haber usado la expresión «solo lo imprescindible». No entendía por qué, me perturbaba pensar qué me ocurría. Tras el momento de parálisis inicial terminé por espabilar y reaccionar.
De repente caí en la cuenta de que no quería al destino que había elegido de forma automática guiado por modas, recomendaciones y patrones marcados por las redes sociales. Estaba pensando qué llevar a un lugar que solo iba a visitar para sacarme un puñado de fotos por pura vanidad que ni consideré si realmente necesitaba ir.
Cambié ese modo automático por otro en el que comencé a valorar dónde, cómo y cuándo quería ir…, y sobre todo con quién. Rompí los billetes que me iban a llevar y traer de vuelta desde un destino tan llamativo como insulso, y comencé a hacer la maleta con un puñado de ropa interior y un par de casi todo lo demás. Un libro, un juego de mesa portátil, una libreta y un boli.
Pillé la cartera y me fui a la calle, parecía que sin rumbo, pero sí lo tenía.
Por primera vez, y sin usar un espejo, sentía como sonreía; y lo hacía de verdad, de una forma sincera y plena. Recorrí calles que hacia años que no pisaba hasta llegar a un portal tan conocido como lejano en la memoria. Los mismos barrotes en una puerta de madera envejecida, una escalera con baldosas de piso convexo y una barandilla con el barniz desgastado por las manos de varias generaciones me dieron paso hasta un rellano en el que viví tantas emociones como al otro lado de una puerta que me separaba de mi destino.
Cogí la aldaba y la solté. El golpe sonó alegre y firme, justo como me sentía. Escuché los pasos inconfundibles sobre un parqué abarquillado y desgastado. Pararon y la mirilla hizo su trabajo. Por un instante creía que a través de ella se había disipado toda esa alegría y firmeza con la que había llegado.
Unos segundos de espera y la cerradura giró. Se abrió la puerta y apareció ella. Después de 10 años, quizá más, sin habernos visto se había convertido en una llamada al año, como mucho, y en unos cuantos mensajes de compromiso. Desde los primeros años de adolescencia y hasta la madurez fue mi mejor amiga…, ahora parecía una desconocida pero no lo era, nunca lo sería.
Sorprendida me dijo:
– Pero, ¿qué pasa? ¿Ocurre algo? – seguía guardando silencio – ¿Qué haces aquí?
La miré sin perder sonrisa ni solidez, me acerqué mientras la abrazaba y dije más que convencido.
– Solo lo imprescindible.
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