Un singular imprevisto me condujo a realizar el más peculiar viaje a Hong Kong, arrancándome repentinamente de mi rutina. Un colega se había enfermado a última hora y, solo gracias a esta casualidad, debí sustituirlo en un congreso para la promoción de exportaciones al que estaba por asistir junto con mi compañero Gregorio.
Todo comenzó en Los Ángeles, donde mucha gente ataviada con diversos y estrambóticos disfraces celebraba el Halloween. Nosotros no participamos de tan loco festín; nos aguardaba al día siguiente un largo vuelo cruzando el Pacífico. Al amanecer, mientras recorríamos las calles vacías y unas autopistas poco transitadas, al equivocar descuidadamente un cruce sufrimos una demora que puso en peligro nuestra llegada a tiempo al aeropuerto. Cuando finalmente pusimos pie en el terminal, ¡qué tremenda impresión, paralizante, nos dio el constatar que el puesto de la línea estaba cerrado! Temimos haber perdido el vuelo.
Era un problema muy serio, dentro de un viaje que ni siquiera había comenzado. Con voz temblorosa se me ocurrió preguntarle a un empleado de limpieza si habrían cerrado el vuelo a Hong Kong… ¡La sorpresa que me llevé fue enorme, digna de pertenecer a las cosas que pasan solo una vez en la vida! El hombre, sin inmutarse ni mirarme casi, me respondió: “No señor, no han abierto; no es la hora todavía”… Con ello me volvió el alma al cuerpo. En realidad, la noche anterior había cambiado la hora local a la de invierno, dato que no registramos, y por pura suerte habíamos llegado al aeropuerto una hora antes de lo que pensábamos.
Viajaríamos en primera clase, con pasaje financiado por los patrocinantes. ¡Vaya lujo!Pasado el susto anterior, abordamos el vuelo más largo de toda mi vida, quince horas. Aun con múltiples facilidades a bordo, buenas comidas y bebidas más una excelente atención, la travesía resultó exageradamente larga. Aunque, sirvió para amistarnos con un par de colegas, uno brasileño y el otro paraguayo, que iban al mismo evento. Cuando aterrizamos, sentí como si me hubieran levantado por los pies y sacudido hacia abajo. ¡La madre de los jet-lags!
Le dije a Gregorio que solo dispondría de una tarjeta de crédito, que me había prestado una amiga por no poder usar yo las mías. La utilicé en todo el viaje. Poco importó que fuera de una mujer o que el nombre impreso no se pareciera al mío. Ni miraban la tarjeta. Tras sincerarme en esto, me asomé por la ventanilla y lo que vi me hizo sospechar que nos esperaba alguna sorpresa.
Al descender las escalerillas confirmé la presencia en la pista de una especie de comité de recepción. No tan casualmente, daban la bienvenida a Benito, el joven paraguayo que nos había acompañado desde Los Ángeles. Era hijo del número dos del gobierno de su país, por lo que no era de extrañar el especial recibimiento. Al ver esto me volteé hacia Gregorio y casi le ordené: ¡No nos separemos de Benito! Joao, el amigo brasileño, lo oyó y se nos unió, incorporándose a la recepción con la misma naturalidad que nosotros. De inicio nos transportaron directamente a la sala VIP en un coche de alta gama, sin que tuviéramos que ocuparnos de las maletas ni de los trámites de aduana. Lo resolvieron los diplomáticos guaraníes.
Nos condujeron a continuación a un piso elevado de un hotel céntrico. Allí, a través de los ventanales del lobby pudimos disfrutar de una espléndida vista de la ciudad. No estábamos acostumbrados a tal derroche, cuyo cierre consistió en un brindis con scotch a expensas de la delegación suramericana. Cuando el convite ya concluía, Joao consultó a los improvisados anfitriones si nos facilitarían conocer un famoso casino de Macao.
Noches después, estábamos listos para el traslado al casino y resultó que nos hicieron esperar un rato exageradamente largo, algo que nos causó gran extrañeza dado lo eficaces que habían sido nuestros benefactores. Ellos, a su vez, mostraban bastante preocupación en sus rostros. Luego supimos que su nerviosismo derivaba de que les preocupaba dejarnos varados si no llegaban los boletos para el recorrido hasta Macao, pagados también por ellos. Cubriríamos la ruta en un hovercraft que la transitaba al filo de la medianoche, y el tiempo escaseaba.
Al final, tras reconocer el error cometido, nos instaron a tomar sobre la marcha otro barco. Joao, ante esta inédita situación, con notable y ácido sentido del humor, que disculpaba un pequeño fallo lingüístico atribuible a su portuñol, exclamó sonoramente:
“Ahora sí me siento como in casa”.
Estallaron risotadas. Resuelto el percance, durante la travesía marítima acordamos hacer un fondo común para apostar en la ruleta. Queríamos disponer de suficientes fichas para cubrir varias jugadas si no ganábamos de entrada. Seguiríamos una apuesta probabilística, que requería registrar en cuáles de las tres filas y columnas del tablero caía la bolita en cada lanzamiento durante un máximo de siete lances. De errar en ellos habría que volver a empezar para no correr el riesgo de agotar las fichas al insistir en una evolución perdedora.
En los tres primeros intentos fallamos. Al llegar al cuarto no había salido ningún número en una de las filas, ni tampoco en una columna. El método pautaba apostar a una u otra a escoger. No obstante, en instintivo y arriesgado arranque, le aposté tanto a la fila como a la columna. La bolita rodó y, tras el suspenso de costumbre, se depositó justamente donde buscábamos que lo hiciera. ¡Habíamos acertado fila y columna! Sin dilación cambiamos el premio obtenido y cada uno recibió más del doble de lo que había puesto.
El viaje se me mostraba azaroso como una ruleta, desde su sorpresivo inicio. Correspondió a la experiencia de ganar en un casino, muy poco común, poner el broche a una de las más extraordinarias e intensas vivencias que recuerdo.
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