Ellas amaban a Madrid y yo amaba a Madrid porque las amaba a ellas. Y era justamente ese amor el que me hacía dibujar sus calles en mis sueños, la Gran Vía, el Santiago Bernabéu, el tren Renfe de cercanías y hasta el metro con su estación Callao. Me había llenado de imperfectos recuerdos de Madrid, recuerdos que llegaron a mí a punta de relatos, de fotografías, de postales y de búsquedas en la red. Ansiaba desde lo más hondo de mi corazón conocer a la vieja Madrid, tanto como ansiaba volver a estar con ellas; moría por abrazar esa ciudad, únicamente, después de abrazarlas a ellas.

Fueron doce las horas del vuelo; cuando trataba de dormir, a duras penas alcanzaba a hacerlo por ratos, la mayor parte del tiempo me despertaban los latidos acelerados y retumbantes de mi corazón aprisionado e inquieto. De vez en cuando levantaba la ventanilla para ver la profunda oscuridad del espacio, qué tanto de ese mar insondable, al que aún le temo, habría allá abajo, me preguntaba, mientras la centelleante lucecilla roja del alerón de la nave me sacaba de mis cavilaciones. Con el trascurrir del vuelo, el negro del cielo pasó a un azul hermoso y profundo; me sentía, en esa nueva gama de colores, un poco astronauta surcando el infinito. Cuando ya estaba en espacio español, había plena luz, a través de la misma ventanilla de la nave pude ver las formas de España, los diminutos autos yendo y viniendo a lo lejos, las carreteras en adecuados y casi perfectos cuadrantes, los campos en diversos tonos de verde, tanto verde diseminado por ahí; cuan diferente eran aquellos a los parajes que estaba acostumbrado a surcar en mí, ahora, lejano Perú. Se acercaba el tiempo de aterrizar, pronto llegarían a mí los aromas de Madrid, todas esas esencias etéreas que de muchas formas ya estaban en mi memoria impregnadas.

En el aeropuerto me esperaban ellas, nos dimos los abrazos que nos adeudábamos después de casi dos años de haber ganado intereses y costes adicionales; algunas lágrimas también fueron derramadas, pero esa es otra historia. Madrid me recibió con treinta y cinco centígrados encima, más de los que había sentido en toda mi vida en cualquier lugar al que haya ido antes, y eran apenas las tres de la tarde. La estructura del aeropuerto, la cantidad de gente que circulaba y la inmensidad de esa mole en la que estaba aparcado el auto que nos llevaría a casa me sofocaban; pero no dije nada, la felicidad fue mucho más que eso, el aroma de Madrid era como lo había imaginado, hasta parecía que en realidad lo estaba rememorando y no recién conociendo; lo que nunca había imaginado era que ese aroma fuera tan caliente. Qué cálida, me recibes. ¡Ima sumac Madrid!

De camino a casa traté de no perderme ningún detalle de la ciudad, veía a todos lados y todo el tiempo, mientras abrazaba a mi niña en el asiento posterior del Citroen negro, preguntaba mucho sobre la ciudad, ya habría tiempo de hablar de la familia y de cómo había dejado las cosas en ese otro continente del que venía, ahora lo importante era memorizar los modos de Madrid y disfrutar de su aire, de sus colores, de sus formas, de sus alturas y sus bajadas. Verde por todo lado; me gusta el verde en todos sus tonos, me gusta le verde de Madrid; Madrid tan madura y tan verde.

Los días en Madrid se me fueron en un abrir y cerrar de ojos. Bañé en oro mis visitas al Prado, al parque botánico, a El Retiro, al Bernabeu; atesoré en lo más hondo de mi memoria la caminata por sus calles hasta ese lugarcito donde solo vas a comer cereales, cereales de todas las formas y de todos los colores; guardé en el alhajero nostálgico de mis sentidos incluso sus centros comerciales y todas aquellas expresiones de la capitalista modernidad de una ciudad tan cosmopolita y de derechas como Madrid.

Madrid también me hizo sufrir con sus calores, para alguien que en sus más calurosos veranos apenas si había llegado a los treinta y dos centígrados, era una tortura cuando caminaba a cuarenta; sentía todo el sopor de la ciudad golpeando mi rostro, inspiraba ese aire caliente y era como si me estuvieran haciendo una prueba de contraste, podía sentir todo ese aire ingresar por mis conductos respiratorios hasta llegar a los pulmones. La inclemencia de esas temperaturas laceró mis glándulas sudoríparas de tanto usarlas, pero entendía también que el amor es así, a veces incomoda un poco, pero es amor, al fin y al cabo, y nada es más hermoso que el amor.

Madrid no fue la única ciudad de España que conocí, pero ni las hermosas playas de Marbella, ni el verde de los campos de León superaban la postura elegante y señorial de Madrid.

Así llegó el día de la despedida. Un día antes de mi partida, me fui al Parque El Retiro, como para llenar mis pulmones de ese aire puro madrileño que añoraría, por quien sabe cuánto tiempo. Quise por última vez embriagarme de los aromas de Madrid, de sus verdes y de sus calles. Busqué regresarme a Perú ahíto de esa opípara mesa, atiborrada de estampas y postales madrileñas. En ese ambiente relajado, en ese último atardecer, le hice una promesa silenciosa a la siempre bella Madrid, volvería a cruzar nuevamente océanos y montes para verla; porque aun cuando ella no llegara a amarme de la misma forma en que yo la amé esos cincuenta días, tenía y tengo hasta hoy la profunda necesidad de conocer la otra cara de mi amada Madrid, su rostro frío y reticente, quiero ver sus verdes ataviados con albas galas; quiero poner a prueba mi propio amor, y tener claro si con esa frialdad aún seguiré amándola.

¡Volveré Madrid, volveré por ti!

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