Transcurría el verano de 1992, en épocas despojadas de celulares y sin más tecnología que teléfonos fijos.
Con un grupo de amigos, quedamos de acuerdo en encontrarnos, al día siguiente – en un horario cercano a las doce del mediodía –, a orillas de una laguna conocida como La Bademia. En esos tiempos la palabra de un hombre era una cualidad, no tenías posibilidad de retrotraerte de tus compromisos, no tanto porque esté en juego la integridad de la persona, sino porque no había forma de avisar a los demás de un cambio de decisión, dado que no todos disponíamos de un teléfono en el hogar. El motivo de aquella reunión, era una excusa para comer un asado en un lugar poco común y luego volveríamos repasando proezas que podrían llegar a surgir de aquel encuentro improvisado.
Había varios puntos de partida, el mío era desde la casa de Lucho, en el barrio que esta detrás del colegio secundario de mi pueblo. Él, tenía una moto Juki amarilla, y yo una Zanellita color gris. No reunimos en el horario preestablecido y emprendimos viaje por vastos caminos de tierra que van dividiendo los campos y contorneando sus límites.
Al llegar, ese paisaje parsimonioso podía apreciarse casi sin alteraciones, un ancho y extenso espejo de agua parecía unirse con el cielo en el horizonte. A lo lejos, flamencos rosados deslumbraban con su elegancia y parecían caminar sobre el agua dado su poca profundidad. Mientras que las gaviotas y los teros, merodeaban sobre el barro seco, marcado por las huellas del ganado que solía pastorear sobre la orilla. Algunos patos salvajes enriquecían aquella fauna compuesta mayormente de aves y centenares de cuevas podían divisarse, tal vez de peludos, nutrias o algún zorro. El viento intenso silbaba desde el norte y la calma se percibía a kilómetros, por la ausencia del progreso.
Luego de apreciar el entorno y transcurrido cincuenta minutos, llegamos a la conclusión, de que el resto del grupo no osaría aparecer. Nos carcomía la indignación, por esa falta de compromiso. Y ahí estabamos, con aproximadamente un kilo de carne para asar en cada mochila, y con la primer planta que nos podía proveer un par de leños para cocinar tal banquete, a varios kilómetros de distancia. En aquel lugar cubierto de sal, de superficie irregular, que olía a barro podrido, infestado de desquiciados mosquitos y cagadas de vaca por doquier. Sumado a que un fuerte viento te atravesaba el alma. Diría que eso no solo parecía un pantano, sino el peor lugar del mundo para hacer un asado.
Cansados de ver agua estancada, volvimos sobre nuestros pasos donde se ubicaban las motos y lo único positivo de esa situación, fue encontrar una moneda de 50 centavos, en medio de toda esa inmensidad. Tengan en cuenta que para nuestra corta edad, encontrar dinero era digno de festejo.
Para cualquier ser humano promedio, el retorno a casa sería un desenlace inminente para esta historia, pero no para nosotros, tuvimos que redoblar la apuesta. En eso Lucho esboza una idea muy propia de él, me dice –¿Vamos hasta Maggiolo a comer el asado?– Todos pensaran ¿porque a Maggiolo? La verdad que hasta el día de hoy, no puedo entender el porqué de ese destino, solo que con doce años, no habíamos traspasado muchas veces los límites más allá de nuestro pueblo y menos por nuestros propios medios. Parecía algo alocado e irracional, por ende merecía ser ejecutado. Nos sentíamos cruzando la frontera entre las dos Alemanias, en épocas del Muro de Berlín. Sobre todo porque mis viejos no lo sabían, y si me llegaba a suceder algo, el destino que me esperaba era similar al de aquellas persona que intentaron cruzarlo. Sin más preámbulos, dimos rienda suelta a la irracionalidad.
Tras media hora de viaje en moto, cruzamos el pueblo en busca de un sitio apto para nuestro propósito, esto nos llevó alrededor de un minuto y medio (convengamos que Maggiolo no se destaca por ser una de las planicies de tierra más extensas, sino más bien todo lo contrario).
Localizamos el acceso pavimentado al pueblo, que estaba dotado sobre sus orillas de enormes eucaliptus que proveían una densa sombra y buena cantidad de ramas caídas que contribuyeron para una fogata. Sobre una parrilla improvisada arrojamos trozos de carne y los dejamos asándose. La grasa dorada y crocante rechinaba al contacto con las brasas y alcanzo su punto de cocción cerca de las tres de la tarde, momento propicio para la degustación. Nos mirábamos y podíamos deducir, con que poco puede ser feliz el ser humano.
Pero la trama principal de aquel día no fue el asado, sino al finalizar éste. Cuando revisamos los tanques de nafta, ninguno de los dos tenía suficiente combustible para volver. He aquí, cuando uno entiende que de reacciones irracionales solo se puede esperar resultados de la misma índole. Es como si estuviéramos cumpliendo alguna ley física, que desconocíamos hasta ese momento, algo así como, “a ideas incoherentes, le corresponde un resultado directamente proporcional a los imbéciles que se les ocurren”.
Empezamos a rasgar nuestro bolsillos y apenas podíamos juntar entre los dos un peso con veinte, lo cual no era suficiente para ambos. Por suerte esos cincuenta centavos encontrados en la laguna fueron la salvación a nuestro problema, cargamos un pesos en el tanque de Lucho y setenta centavos en el mío, y le regalamos una historia alocada al playero de la estación de servicio, que parecía no entender los límites de la estupidez humana. Y ese día, si bien no dejo una enseñanza o un mensaje esperanzador para futuras generaciones, ni de aquellas charlas salió la cura de alguna enfermedad terminal, solo sirvió para entender que los buenos lugares lo hacen las buenas compañías y cuando me juntaba con Lucho, alguien o alguna fuerza sobrenatural, se encargaba de darnos una mano, para que todo no nos saliera tan mal.
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