Eduardo Olite no recordaba con claridad cuánto tiempo hacía que caminaba: quizás un par de días, o puede que meses, años, o incluso siglos, por caminos y sendas que se le antojaban familiares, pero tampoco no lo tenía muy claro. No le preocupaba en exceso el hecho de que no llegara a su destino; ni de que se le hicieran eternas las horas y las lomas, que no sabía distinguir si ya las había subido o bajado con anterioridad; ni le asombraba no cruzarse con nadie por los senderos, ni con coches en los carriles; ni tampoco se cuestionaba no tener víveres, ni agua, en todo el largo trayecto. Pues no tenía sed, ni hambre, ni nada que decir; ni se cansaba después de tanto caminar, ni se ahogaba en las cuestas, ni se torcía los tobillos bajando los barrancos de piedras sueltas. Paró en seco, y fue la única vez que se sobrecogió: cuando descubrió que no tenía ni la más remota idea de cuál era su objetivo, ni dónde iba, ni por qué motivo empezó a andar; la estructura y significado de aquel viaje se desmoronó en un santiamén.
Tremedal Iglesuela lee, una por una, las letras de colores de un libro infantil: cada vez que encuentra una ‘T’, chilla de alegría, la mía, la mía, la mía; su padre sonríe, y mira, aquí la ‘D’, la tuya, la tuya, la tuya; y así, entre juegos, cucharadas de yogur y mordiscos de plátano, merienda y aprende el abecedario con casi tres años. Deja de entretenerse con las letras y de masticar. Señala con la punta del dedo hacia donde, Damián Iglesuela, solamente ve la televisión apagada, y con una serenidad mayúscula, dice sin parpadear, que ahí hay un señor.
Se sentó en una roca, Eduardo Olite. Ningún pueblo, pensó. No había visto ni una ermita, ni paidera, ni refugio abandonado; dónde irán estos caminos, pues. Tampoco se topó con ningún rebaño de ovejas, ni perros, ni zorras, ni ciervos, corzos o gamos, nada, ni una simple mariposa, mosca de burro o lagartija. No podía ser. Piensa, Edu, piensa; se dijo cuando se percató que la mano que iba a sus ojos, para presionar justo ahí en los lagrimales, como un acto reflejo que repetía inconscientemente siempre que meditaba o le dolía la cabeza, no existía. Pero no se extrañó; quizás tampoco tengo cabeza, ni tan solo la noto, ni me duele. En realidad, esa roca tampoco existía, ni el trasero con el cual iba a apoyarse en ella. Se miró, como se mira desde fuera. De lejos, asumiendo, sin escándalo, la no existencia de las cosas, la nada, el vacío sin límite y a la par tan mínimo; del abismo más extenso, al reconocerse no ser, o ser incorpóreo, o al no yo. Y contrariamente a sentir angustia, la que abarca todos los temores de toda persona en lo más adentro de su soledad, de saber que es finito, de no poder escapar del último instante, tuvo la noción de ser feliz. Y en esa tranquilidad, cuando se sumía en derroteros de baños de luz y serenidad, se detuvo y se dijo, con una voz que no era la suya, que si él no era, algo faltaba de hacer antes de marcharse para siempre.
Damián Iglesuela, no hace caso a su hija. Tremedal es una niña con mucha imaginación; mundo interior, le dijo la maestra de infantil; así que cierra el libro y le pregunta a la pequeña que si quiere merendar más. Tremedal, sin decir palabra, mueve la cabeza diciendo que no. Él vuelve a girarse hacia la televisión, no ve nada; cansado, se levanta con intención de recoger, cuando Tremedal, dibujando una sonrisa, dice: es de nosotros. Damián mira incrédulo a su hija que añade: viene hacia aquí.
Ahora es cuando Eduardo Olite, volvió a sentir: notó; o quizás imaginó, como se recuerdan las cosas pasadas, como se nota la boina en la cabeza cuando no la llevas puesta, o como cuando al acabar de despertarte no sabes si sigues aún soñando; que una arista puntiaguda de la roca se le clavaba en el culo. Mientras alejaba sus dedos de los lagrimales, se dibujó, frente a él, el sendero, y notó que hacía algo parecido a lo que recordaba como respirar. Se puso en pie, o eso creía, y siguió su camino; no debe estar muy lejos lo que vengo buscando. Vio, no muy lejos, lo que parecía el campanario de su pueblo, e intuyó ovejas y ruido de riachuelos. En medio de la senda, una silueta que se sabía de memoria, su hija le esperaba.
Al volver de la cocina, Damián Iglesuela, ve que Tremedal ha cogido un lápiz y un papel para dibujar. Se ve a la niña radiante; sé que mamá está bien; él intenta disimular el nudo en la garganta cuando recuerda el día que nació la pequeña: Tremedal Olite falleció.
Hola Tremedal, ahora recuerdo a qué se debía mi viaje; dijo Eduardo Olite y se abrazaron sin brazos. Y sin hablar se dijeron todo. Eduardo no había llegado ni tarde ni pronto. Con claridad, recordó la penumbra de la alcoba donde traspasaba. Entre sus manos las manos de su hija, sentada al lado del catre. Ven a contarme lo que hay después de la muerte, fue lo último que oyó. Y así lo hizo, pero el tiempo es destiempo y tiempo a la vez. Y, por fin, supieron donde ir.
Desde el primer día de escuela, en el aula de tres años, hay un dibujo colgado en la pared: es, porque así lo dice la autora, una sonrisa, un camino y un reloj, lo ha firmado Tremedal Iglesuela Olite.
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