En mi primer viaje aún llevaba trenzas. Podía haber sido un drama para mí porque me iban a quitar mis pertinaces amígdalas, pero ahora tras haber hecho muchos sé que aquel fue mi mejor viaje. Se lo debí a mis gordas anginas y fue gracias a mi padre.
Ninguno otro después se ha le podido comparar. Viajé a Córdoba desde un pueblo perdido en la sierra al que una carretera infernal de baches y curvas conectaba con la capital. Casi cien kilómetros de tumbos y revueltas que duraba mas de dos horas. Todos los viajeros equipados con nuestras toallas para vomitar (entonces no había bolsas de plástico). Todas las mujeres las llevaban a mano y los hombres «que no se mareaban» las llevaban en el hatillo de sus mujeres por pudor.
Uno comenzaba a sentirse mal antes de salir ( yo creo que el olor a bencina de aquel trasto nos ponía en una predisposición fatal). Enseguida, a escasos kilómetros del pueblo, con las primeras curvas empezaban a pasar de mano en mano trapos y toallas, comenzaba también una sinfonía digestiva en Re Menor que iba alcanzando su culminación musical hasta que el autobús echaba el freno.
Los viajeros que bajaban en «La Victoria» pálidos y sudorosos no se parecían en nada a los que, solo dos horas antes, se habían subido a la traqueteante «Alsina».
Hasta muy adulta yo he cumplido con la tradición de vomitar en mis viajes para no traicionar mis orígenes. Luego , las autovías , los autobuses de asiento reclinable… han acabado con mi defecto de raíz…
Generalmente en mi pueblo la gente como nosotros iba a la capital “de médico”, «al especialista» o a la Residencia Sanitaria cuando las cosas eran graves.
Así que el único viaje de mi niñez fue para abrir la boca ante un médico serio y amenazante, ponerme inyecciones dolorosísimas de penicilina varios días y por fin arrancarme las anginas a viva fuerza oyendo llorar a mis predecesores y a los que me seguirían al poco. Y sin embargo, fue el viaje que recuerdo como ninguno.
Para ir a inyectarme teníamos que atravesar la ciudad de punta a punta. Como mi padre nunca fue de gastar, me llevaba andando a todos lados. Así conocí el Guadalquivir, las murallas de los Alcázares, los Jardines de la Victoria, el estanque de los Patos… El me iba explicando ufano lo que íbamos viendo, cual guía turístico actual. Mi padre era uno de los pocos hombres que había viajado lejos del pueblo ,había hecho «la mili» en Melilla y ¡hasta había conocido el mar! En nuestro entorno él era un cosmopolita. Estaba segura que nunca nos perderíamos por Córdoba, el sabía moverse como un nativo.
-“Mira, ese es San Rafael patrón de Córdoba, eso es el hotel «Palace» donde vienen los toreros, los ricos, el mejor de todos,…”.
Se estaba construyendo la plaza de toros nueva y yo no entendía su fascinación por visitar casi a diario las obras. Unos parientes lejanos tenían una tienda de ultramarinos en unos sótanos comerciales sin luz natural, como muchos mercados entonces, a mí que nunca había visto nada bajo tierra aquello me parecía más interesante que las obras y me quedaba allí a esperarlo.
Pasábamos todo el día en la calle hasta la noche. Yo estaba emocionada. A pesar del dolor de pies con que terminaba el día, estaba conociendo otro mundo, un mundo en colores. Jamás había comido fuera de mi casa, la experiencia inolvidable de almorzar bocadillos en un bar, casi siempre el mismo y al que iban todos los paisanos que habían venido también «al medico”, era gloriosa. Mi madre siempre sufrió porque yo era de «mal comer» pero me sabían a gloria a aquellas fritangas, aquellos guisos , me encantaba aquel suelo sucio, aquel bullicio diario.
El ambiente de las calles del centro se parecía a la feria de mi pueblo, mucha luz, muchas tiendas seguidas y mucha gente. Tiempo después constaté que siempre paseábamos por las mismas calles… Concepción, Gondomar hasta llegar a las Tendillas, poco más, pero a mí me parecían diferentes cada día.
¡Era mi primer viaje por el mundo!
Para ahorrar, imagino, viajé sola con mi padre la primera vez para preparar la operación. Estuvimos varios días. Mi madre vino cuando tocó que aquella bestia con bata blanca me arrancara las anginas en una clínica que hace años desapareció pero que no se ha borrado de mi recuerdo.
Nunca dormíamos en fondas ni hoteles uno se alojaba con los parientes o conocidos del pueblo que habían emigrado allí a trabajar. Campesinos trasplantados a la ciudad que malvivían en casas bastante salobres. En la capital funcionaba esa especie de solidaridad con el paisano o la familia, tan propia de aquellos años de penurias. Recuerdo las palanganas para recoger las goteras, una nos caía en la cara misma en la cama donde dormíamos mi padre y yo. Nuestro alojamiento estaba en un barrio del extrarradio, pobre y alejadísimo del Centro. Teníamos que cruzar todos los días el puente, pasar las murallas y a través de los Jardines llegar a la cita diaria de la Cruz Roja en la misma puerta de la Judería a la que, a pesar de estar solo a unos metros, nunca entré.
Mi padre era más de Las Tendillas, la plaza de toros y la calle Cruz Conde. Como todo buen pueblerino le deslumbraba lo moderno, no las callejuelas empedradas de las que ya teníamos bastantes nosotros.
Años más tarde he conocido todos los rincones de esa ciudad tan querida y nunca he podido olvidar aquellos paseos maratonianos, ni aquellas inyecciones, ni aquellas goteras en la cara que me despertaban temprano al lado de mi padre en una casita entre desconocidos. Todo lo que vi no lo entendí entonces, pero ahora sé que fueron los cimientos para construir mi amor por Córdoba.
Gracias a unas anginas que se atravesaban en mi garganta todos los inviernos, empecé a amar una de las ciudades más hermosas del mundo.
OPINIONES Y COMENTARIOS