—Espero que este viaje sea mejor que el anterior —me dice el gordo mientras se instala en el asiento del pasillo, cinturón amarrado y escapulario en mano, aunque aún faltan veinte minutos para que salgamos.

—Va a ser peor y lo sabes.

—No entiendo porqué este empeño en que vayamos. Si ya le dijimos que en plena temporada lluviosa no podríamos trabajar.

—No tenemos suficiente barba para tener credibilidad.

El gordo contiene el miedo y se ríe. Le da pavor volar. A mí, en cambio, me encanta. Lo considero uno de los mayores logros de la ingeniería. Siento que, en lugar de instalarme en el cielo, circulo a través de las ecuaciones de la mecánica de fluidos.

Acabamos de graduarnos de ingenieros y, con los títulos aún sin enmarcar, ya nos contrataron para mejorar la red eléctrica de Puerto Ayacucho, una ciudad en medio de la selva, que casi roza el propio centro del mundo. Vivimos quince días de aventura y quince de vacaciones. ¿Qué más se puede pedir?

Para llegar al destino tomamos un avión pequeño, de los de hélices.

—Ahora sí, estamos despegando. Puedes comenzar con tu rosario.

—Búrlate, que estás en la edad.

Puerto Ayacucho es una ciudad de suelo rojizo, plana y poco organizada. No conocemos mucho más allá. Apenas nos recogen en el aeropuerto, vamos a los puntos de control. Debemos subir a los postes de electricidad para verificar por qué el cableado no funciona, aunque lo sabemos de antemano: algún animal se ha electrocutado. Por norma, son culebras o rabipelaos. Lo sé porque en una de las revisiones del primer viaje un rabipelao avanzó hacia mí, enseñó feroz sus dientes de rata gigante, meneó su cola pelada y mordió el cable.

Cuando bajé a tierra, vi que el gordo estaba pálido. Me dijo que casi le cae encima y que si hubiese sabido que iba a estudiar siete matemáticas y cinco físicas para sacar animales demoníacos de los cables, se habría metido en un reality.

Le respondí que no lo habrían escogido y nos reímos. Recuerdo que el sonido de nuestras risas se confundió con el de la lluvia, que en esta zona cae con rabia. Las gotas nos castigaron y el vapor que se levantó del suelo rojizo generó la sensación de una sauna salvaje.

Ahora llueve con más fuerza que aquella vez.

—El edén está justo aquí abajo. Asómate, anda —digo viendo por la ventana como la selva nos aguarda mansa, con su vegetación verde maduro, para darnos la bienvenida.

—Sigue riéndote, pero bien que cantabas en el coro del colegio “Juan Bosco te aclama, cual padre y pastor…”.

—Shh. No hace falta humillar.

—A veces no te entiendo.

—¿Por?

—¿No te das cuenta de que no todo es la ciencia?

No es fácil continuar el diálogo porque caemos unos metros. Unos cuantos. Suficientes para que salten las mascarillas de oxígeno y algún vecino insulte al aire.

Cuando el avión se vuelte a estabilizar volteo y el gordo se está tomando dos Tranquimazin. En los tiempos actuales, la química ayuda a la fe. Cuando yo estudiaba en el Don Bosco, todos creíamos sin más. Algunos aún lo hacen. Yo no. El gordo es de los pocos que cree después de haber pensado despacio la teoría del Big Bang. Asegura que detrás se esconde algo más grande, ¿si no, qué sentido tiene todo?

Me ofrece una pastilla, niego con la cabeza y le digo:

—Sé positivo. Al menos no nos hemos topado con la guerrilla.

—Si además de estos vuelos infernales me tengo que librar de las balas creo que le voy a hacer caso a mi madre y me haré cargo del vivero de la familia.

—Alguna vez coincidiremos. Es pura probabilidad. Sabes que ellos suelen cruzar, de tanto en tanto, a cobrar “la vacuna”.

Nos interrumpe una nueva sesión de turbulencias y de nuevo saltan las mascarillas. Esta vez tarda. Los vecinos del asiento de atrás vomitan. El gordo reza. Yo fantaseo pensando que somos chivos expiatorios de una prueba, pues subimos y bajamos como si estuviésemos en un vagón más de la mejor montaña rusa. Parece que la selva ha sacado una mano gigante y ha decidido jugar con nuestro pequeño avión. Benditas corrientes calientes.

—¿No te preocupa morir? —me suelta el gordo mientras yo me pregunto si las hélices lograrán defenderse de esta tempestad. No le respondo. La pregunta queda flotando en el ambiente, mezclada con el olor a vómito y a aromatizador.

La pista tiene el aspecto de un lago profundo. Dudo sobre nuestro aterrizaje. Sin embargo, lo logramos. Imagino que las ruedas del avión se zambullen cual expertos nadadores y el tejido que tienen arañado en el caucho surte efecto para que el aparato frene.

Aterrizamos, pero con esta lluvia no es viable trabajar. El día se derrite en la humedad de la terraza del hotel.

Imágenes de Puerto Ayacucho aparecen en la tele y el mismo jefe que nos mandó, ahora nos invita a volver a casa. El gordo no quiere volar, dice que la vuelta será peor. Yo aún siento las cosquillas en el estómago del meneo que tuvo el avión cuando veníamos. Quizás es mejor esperar a que escampe.

Estamos mirando el parte metereológico, cuando nos interrumpe el sonido de los disparos. Afuera susurran “es la guerrila, apaguen las luces”. Poco después, escuchamos portazos en la planta de abajo. Cerramos con llave y nos escondemos en el baño a esperar el silencio. Finalmente el silencio llega, mientras el gordo reza. No hay dudas. Nos vamos.

Al entrar en el pequeño hall del aeropuerto, noto que la gente está llorando. Volteo a mirar las puertas vacías, esperando que salgan los pasajeros de la avioneta anunciada en el monitor y reparo en un cartel, con nombre Mr. Walter Smith, abandonado en el suelo.

En seguida, nos llaman a embarcar. Me acerco a un vendedor ambulante y le compro un crucifijo, le pido una pastilla al gordo y subimos al avión.

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