(A Enrique Guelar)

Cuando Sergio llegó a Barcelona, Eduardo ya estaba bastante instalado. Con su puestito de venta de pósters en las Ramblas -poesías de Ernesto Cardenal, Mario Benedetti y Thiago de Melo- juntaba unas pelas por noche, especialmente los fines de semana, y aprovechaba cuanto podía la ventajosa situación de estar por una vez del otro lado del mostrador.

La primera noche compartiendo el puesto fue movida y excitante, pero la segunda colmó todas las expectativas, preparando una tercera inolvidable.

La noche memorable, decía, irrumpió entre la gente una riquísima piba que como una exhalación pasó por encima de los pósters, le encajó un chupón a Eduardo y le parloteó algunas frases apenas comprensibles en un rudimentario inglés. Se alejó así como había llegado.

Eduardo no cabía en su cuerpo y explicó -algo ruborizado- que se trataba de una “amiga” finlandesa, que veía por tercera vez y que lo tenía recaliente. Ahora le acababa de proponer salir una noche de esas.

-¡Te comió la trompa, boludo!- exclamó Sergio, estupefacto.

Sergio sumaba estas pequeñas novedades a su ansiedad por vivir en Barcelona emociones intensas, que le aceleraran algo el ritmo cardíaco y borraran lo más posible las pesadillas que había dejado atrás, lejos, muy lejos, en una Buenos Aires a la que que no sabía cuándo regresaría.

A la noche siguiente -la tercera, ¿la vencida?- volvió a aparecer Tzircaaliza (así sonaba el nombre de la finlandesa) con una amigota a la que presentó como Märit. Era una rubia de pelo corto, muy alta, flaca y corpulenta, con dientes de conejo y estaba vestida con un vestido informe, sin gracia, que le cubría el cuerpo hasta poco más arriba de la rodilla. No valía gran cosa, pero enseguida fue claro que el asunto venía de a cuatro, ya que intempestivamente Märit le metió un chuponazo a Sergio, que no hubiera estado mal si no fuera porque le pegó tal succión en la lengua que casi le hace saltar las lágrimas del dolor. Esa fue la presentación y quedaron en que a las dos de la mañana saldrían todos a tomar algo. Venía de lujo.

A las dos, puntualmente, volvieron las finlandesas. Märit, con jeans y remera ajustada no estaba nada mal. Lástima esos dientes tan peligrosos. Pero era cuestión de neutralizarlos…

Fueron a un bar. Las chicas empezaron duro y parejo con la cerveza y con el bardo, a tal nivel que Eduardo y Sergio se sentían incómodos ante las miradas de los mozos y de la gente de las mesas vecinas. Al poco rato ya estaban borrachas y hablaban entre ellas a los gritos. Daba la impresión de que se reían de ellos, que se miraban perplejos, sin tener claro qué hacer. Ya iban a ver las vikingas…

A eso de las tres y media ellas propusieron ir a su hotel. Encararon por el Barrio Chino bamboleándose y pasando poca bola a los confundidos muchachos, y entraron en una pensión de mala muerte. La habitación resultó un verdadero asco. Además del desorden y la mugre, había un olor a podrido difícil de tolerar.

Con cierta aprensión los muchachos se acomodaron en la cama doble junto con las chicas. El revoltijo de sábanas y mantas trasuntaba mugre de décadas. Sergio comentó en castellano que no estaba dispuesto a camas redondas ni nada que se le pareciese, que en todo caso, cuando el asunto tomara color se iría con Märit a buscar un hotel, pero que no tenía suficiente dinero. Eduardo intentó plantear que con la luz apagada y cada cual con su pareja estaría bien, pero ante la firmeza de Sergio aceptó colaborar con el hotel.

Entonces las finlandesas propusieron jugar pulseadas y Sergio casi se muere cuando notó que no podía doblegar el brazo de Märit. La chicas se empezaron a matar de risa y a tirarse pedos, cada vez más tentadas.

Cuando ellos intentaron ponerse románticos aprovechando el toqueteo y los revolcones de las pulseadas, las muchachas dijeron crudamente que no era necesario coger. A los pedos se sumaban eructos y más risas.

De pronto llamaron a la puerta. Tzircaaliza abrió y entraron tres franceses enormes cargando mochilas, que saludaron a las chicas con familiaridad y a Eduardo y a Sergio con indiferencia. Desensillaron y se acomodaron en el suelo.

Pasaban los minutos. Eduardo y Sergio resolvieron con una mirada que lo mejor era irse.

Nadie lo lamentó.

A las cinco de la madrugada remontaban las Ramblas rumbo a Plaza Cataluña intentando explicarse qué carajo había sucedido. Sólo dos cosas claras pudieron rescatar: que Tzircaaliza quería decir “árbol pequeño” y que las vikingas tenían dieciséis años

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