Ocho de la tarde de un día cualquiera del mes de agosto. Francisco, fiel cumplidor de su horario laboral, accede al faro del pequeño pueblo donde habita. El bochorno todavía es implacable y la noche será difícil; además de la avería del faro que dificultará las labores de aviso a las embarcaciones que surquen la costa, se acerca una considerable tormenta.
Pasada la medianoche, el pueblo se muestra desierto. Aunque dispone de un puerto cuyo calado permite atracar a embarcaciones de considerable tamaño, dicho lujo poco ayuda al crecimiento de la población. La tormenta ya es un hecho; el viento aprieta, los relámpagos se suceden y los truenos, alentados por el eco de las montañas colindantes, retumban sin cesar. De repente, la mirada del farero se clava en la lejanía.
¡Hay una luz en el mar! Un pequeño destello que tan pronto desaparece entre la aguas para, de inmediato, volver a surgir discutiéndole al mar su intención de retenerla. El resplandor de un relámpago la descubre: ¡es una embarcación!
Francisco intenta usar el faro. Tiene que conseguir ponerlo en marcha y advertir a la tripulación. ¡Están siendo empujados hacia las rocas!
Resulta imposible; nada funciona. Aun así, parece como si la falta de ayuda no supusiese un problema. Con suma destreza, nunca antes advertida a ningún otro marino, la embarcación surca las aguas sorteando a su paso cualquier obstáculo. Viene rumbo al puerto. Francisco ya la distingue con claridad: es un galeón que de manera inexplicable consigue alcanzar el muelle. Sin dudarlo, corre hacia el lugar donde la embarcación acaba de atracar.
Al llegar reconoce la nave; los barcos han sido siempre su pasión. Le calcula diez metros de manga, treinta de quilla y cerca de cuarenta de eslora. Equipado con tres mástiles, resalta la gran altura de su palo mayor, la considerable inclinación hacia la popa del mástil de mesana y la recia estampa del trinquete. Encima de ellos, ondea la bandera de la Cruz de Borgoña acompañada de otros estandartes y gallardetes. El vocerío del farero, tratando de hacerse notar, no recibe contestación. Preocupado, decide subir a bordo.
Ayudado por una pasarela salta a la cubierta. Enseguida algo llama su atención: todo en el barco brilla como recién estrenado; todo está seco y, además, no hay nadie. En cambio, siente que alguien le observa. Deben ser varios, pues esa sensación procede de distintos lados del barco. De nuevo, intenta hacerse oír, pero solo es el retumbar de los aparatosos truenos lo que obtiene por respuesta. Indeciso y alumbrándose con uno de los candiles situados en la cubierta, se adentra en el barco.
El suelo es una sucesión de tablones colocados consecutivamente. Barriles, sogas, cubos, un bote de auxilio y varias piezas de artillería se distinguen a su alrededor. El castillo de popa está compuesto de varios camarotes. Se ven tan ordenados y limpios que es imposible no acceder a ellos. Le encantan. Descubre uniformes, planos, aparatos de navegación cuando, de pronto, uno de sus pies choca contra algo.
¡Un esqueleto envuelto en un hábito del apóstol Santiago yace en el suelo!
Sabía que esta era una antigua forma de amortajar, pero ¿qué demonios hacía allí?
Con cautela continúa la inspección. Recorre las galerías que se extienden tanto a estribor como a babor. Conducen a nuevos departamentos y, un poco más allá, a las letrinas. Bajo la cubierta descubre veintitrés cañones de bronce y uno de hierro; por su aspecto, podrían volar el pueblo entero. No obstante, la mayor sorpresa se esconde en la bodega: cajones repletos de oro, plata, piedras preciosas y monedas se apilan contra una pared. Otro tesoro de alimentos y enseres se esparce al otro lado: chocolate, palo de Brasil, grana fina e innumerables sacos de contenido desconocido se amontonan unos encima de otros. Un gran número de baúles con telas, sedas y añil aparecen entre unos barriles de madera. Francisco no puede resistirse a comprobar su contenido; apestan a alcohol, pero decide probar el caldo que uno de ellos contiene; el ron abrasa su garganta.
De regreso a cubierta, además de sentirse observado escucha varias voces susurrando a la vez. Aunque no pueda verlos, sabe que están ahí. Le acompañan hasta la galería del castillo de popa donde algo le detiene: en mitad del pasillo hay un libro que antes no estaba.
¡Alguien lo ha dejado ahí!
Al cogerlo, siente como las insólitas miradas le rodean y amparadas en un cierto estallido de júbilo se encarnan frente a él. Demacrados rostros de oficiales uniformados y lívidos marineros ataviados con cualquier harapo celebraban el hecho alegremente. La aparición duró lo suficiente. Con respecto al libro, es un cuaderno de bitácora que describe las incidencias vividas durante la travesía de un galeón. La última página dicta:
“Uno de noviembre de mil seiscientos treinta y uno.
Nos hundimos…”
De improviso, no puede seguir leyendo; el barco ha tomado vida. Las velas se despliegan por sí solas, las amarras regresan a cubierta como si alguien tirase de ellas y un terrible estruendo anuncia como el ancla emerge del fondo.
El galeón… ¡Se mueve! Nota a los marineros, convertidos ahora en almas, pasar veloces a su lado.
Lo entiende: el final de ese maravilloso viaje deseado desde la infancia, de ese sueño de verse en la cubierta de un gran galeón, ha terminado. Debe saltar al agua y llegar a nado hasta el puerto.
En el interior de su camisa, todavía conserva el cuaderno de bitácora. Sin embargo, del barco ya solo distingue una sombra.
Dentro del faro, comienza a redactar el pertinente informe de incidencias, pues su turno finalizará en breve.
“Ocho de agosto de dos mil dieciocho.
Pasada la media noche, un galeón español de nombre Nuestra Señora del Juncal, al parecer, desaparecido hace trescientos noventa y siete años, atracó en el puerto… Después de varias horas de incertidumbre e imposibilitado de avisar a nadie, puedo asegurar que la marinería en él embarcada ha partido feliz sabedora de que su historia será conocida por todos».
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