Francis, esta mañana caminé por el parque, entre las mesas de ajedrez, buscando alguna partida interesante, una que saliera de lo común. Y en mi búsqueda me topé con el viejo Bob, estaba ahí sentado en las mesas de la esquina. Me acerqué despacio para comprobar que no estuviera equivocado. Lo miré desde un costado; realmente era él. Hacía más de veinte años que no lo veía en ese lugar, pero ahí estaba. Me paré a su lado, observando el tablero. Él no me prestó atención, estaba absorto en su partida. Después le oí decir:

—Borra esa estúpida sonrisa de tu rostro amigo, aún no has ganado. —Le gritaba al de enfrente.

Y después le dijo al de la derecha: —Oye tú, ¡no te entrometas!, has estado interrumpiendo mi maldita partida desde el inicio, quieres distraerme para ayudarle a este tipo. ¡Cierra el pico o lárgate! —Pero nadie dijo una palabra. Me quedé confundido sin saber qué hacer.

De pronto volteó a verme y me dijo: —Aldo, viejo amigo… y volvió a mirar la partida. Por favor pide a este entrometido que se largue. —Miré al de su derecha, pero no pude decir nada.

—He sacrificado la dama Aldo, ¡la sacrifiqué!, pero este imbécil no se la ha comido, tiene esa estúpida sonrisa en los labios. Además, me mira con desprecio. —Por tipos como este dejé los torneos —dijo Bob—, se sienten seres supremos, creen que merecen el aire que respiran más que tú, pero la guerra es sólo en el tablero, no en la realidad amigo. Esto, al final, es solo un juego. —Me quedé en silencio pensando en lo que Bob había dicho; y las negras movieron. —¡Maldito cretino! —rezongó Bob, lo ha adivinado. Cómo pudo… —Anda Aldo felicítalo, no te detengas por mí; y pasó su mano sobre el tablero y movió el alfil de las blancas, y después, con la misma mano, tomó el caballo de las negras e hizo también la jugada de las negras. Inmediatamente después de eso, dijo exaltado: —¡Ahí está otra vez, conoce todo mi maldito plan!, y se llevó las manos a la frente. —¡Felicítalo Aldo! —gritó. Miré hacia el asiento de las negras y luego lo miré a él:

—Pero, ¿a quién quieres que felicité Bob?, no hay nadie ahí sentado. Echó una fuerte carcajada y después dijo: —Este tipo se ha quedado ciego, ¿te das cuenta? —le preguntó al que le había reñido a su derecha—, ha perdido la vista, la ha perdido por completo.

—Tampoco hay nadie a tu derecha Bob —dije sutilmente. Pero Bob siguió moviendo las piezas de ambos bandos en el tablero sin escucharme.

Pobre Bob, había pasado mucho tiempo tambaleándose sobre la cuerda floja, sobre esa que separa la cordura de la libertad, y por fin se había caído a las oscuras profundidades de la locura. Sentí un poco de pena por él.

—Lárgate de aquí Aldo, arruinas mi partida —me dijo.

—Cuídate Bob —respondí.

—Pasó esta mañana Francis, esta mañana. ¿Puedes imaginarte, el ver a un maldito loco jugando y hablando sólo? Aún no puedo olvidar su mirada, estaba vacía, vacía y solitaria. Pobre diablo Francis, pobre diablo. Moriría si fuera él… —dijo Aldo.

Aldo siempre me cambia el nombre, hoy me ha llamado Francis. Cada vez que vengo me dice un nombre distinto; me mira directo a los ojos y me llama por el primer nombre que se le ocurre. Me hace dudar de mí consciencia. Incluso hace que dude de mi rostro y de mi cordura; Una mañana, al entrar, volteó a verme y me dijo: —Adán, qué linda Barba tienes, se ve ordenada, te la has arreglado… —Llevé mis manos a mi rostro, para comprobar si tenía barba, pero no era así, yo no era Adán, ni era hombre, era la de siempre, Lidia, y no llevaba barba. Pero eso a él no le importa, unos días soy hombre otros días soy mujer, otros días soy un niño rubio o una niña pelirroja, o una anciana de cabellos blancos, o lo que sea que se esté imaginando en ese momento.

El único nombre que recuerda es el suyo, el suyo y el de nadie más. Cada vez que vengo, me cuenta una historia diferente, algo que, según él, le ocurrió ese día por la mañana, siempre en lugares distintos —a pesar de que lleva dos años internado en la clínica—. Cuenta sus historias de tal manera y con tal soltura, que parecieran ser historias reales, como si hiciera un viaje cada mañana al despertar. La de hoy fue especialmente confusa. Confusa como cuando un espejo se mira a sí mismo dentro del reflejo de otro, y que este a su vez, está siendo reflejado por el primero. Uno mirándose a sí mismo a través del otro.

Varias veces he estado tentada a detenerlo y decirle: —Aldo, no pudiste haber vivido nada de eso que estás contando, porque no has salido ni un instante de esta habitación… Pero cada vez que cuenta sus historias, lo veo sonreír, se mira feliz, más feliz que yo, y entonces pienso: Quizá aquellas cosas no ocurran en mi mundo, pero no por eso son inciertas, y si en su mundo ocurren y lo hacen feliz, quién soy yo para traerlo de vuelta a un mundo monótono y aburrido como el mío. Creo que, en estas circunstancias, es mejor que al menos en esencia, se mantenga lejos de aquí.

“Moriría si fuera él” —había dicho, y quizá sea esa la razón por la que cada día vive diferentes “realidades”, porque quiere irse de aquí, simplemente irse. Y yo, no lo detendré.

¿Acaso quizá la loca soy yo, repitiendo la misma historia cada día una y otra vez?

—Vamos Aldo, vamos a que tomes el sol.

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