Eran ocho amigos y un reto. Por delante tres mil kilómetros de puro asfalto. El sol, el viento, las nubes y la lluvia los saludaron durante la travesía. Comida enlatada, la más de las veces fría, les avituallaron tanto por la noche como por el día. Bajo un manto de estrellas descansaron, reponiéndose de los calambres de la marcha, como tantas veces hicieran antaño. Tras trece largos días, la meta los recibió con una larga pleamar en la playa donde todos se conocieron, la más apropiada para depositar a la mortecina luz del atardecer, las cenizas del compañero que les precedió en el viaje que todos hemos de emprender.
Eran ocho octogenarios achacosos que, vestidos con chaquetas de cuero legadas de otro tiempo, aparcaron sus andadores y sus pastillas y dejando que la brisa marina les meciera los recovecos de la piel, aceleraron sus añejas motocicletas en homenaje póstumo a un Ángel del Infierno que nunca dejará de cabalgar con ellos, pasando por encima, incluso, de las huellas que deja el tiempo.
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