La caravana avanzaba por las infinitas dunas dibujadas por el viento oriental, sus eternas arenas eran sutilmente alteradas por la huellas de los camellos que guiaban los taciturnos beduinos.
Aunque parecían extraviados, sabían muy bien hacia donde se dirigían, con excepción del último hombre.
El cansancio acumulado en cada músculo de su cuerpo parecía torturarlo con cada paso que daba el paciente animal.
Su rostro era el de un hombre joven, pero sus ojos pardos destellaban mil años dándole apariencia de vejez.
Ahora escrutaba el horizonte.
Confundido, se preguntaba qué hacía junto aquellos extraños. Tenía borrosos recuerdos que se presentaban intermitentes.
Algo si tenía claro. Se dirigía en busca de algo.¿Riquezas? ¿Amor? Su corazón tembló.
Al llegar a su destino quizás lo descubriría, pensó para tranquilizarse.
A los lejos el aire sofocante parecía hacer danzar el horizonte.
Miró al niño que encabezaba la caravana. Junto a él, un anciano llevaba la rienda del animal. Se detuvieron antes de alcanzar la cima de una duna. El viejo sacó su cantimplora y se la pasó al sediento joven, pero solo cayeron un par de gotas.
Los otros jinetes se dieron cuenta que sus cantimploras también estaban vacías.
El guía le habló.
─Forastero, sabemos que traes agua. El chico está enfermo, solo necesita que compartas un poco con él.
El aludido palpó su provisión. Estaba casi llena.
Movió su cabeza negando la solicitud.
Los rostros de los avezados viajantes parecieron endurecerse al contemplar al miserable acompañante.
Abatido por la respuesta, el anciano continuó el ascenso a la duna.
El último hombre siguió a la columna. Al llegar a la cima, se dio cuenta que a solo unos metros se extendía esplendido, un oasis de aguas cristalinas.
El niño se bajó de su montura y se acercó. Se detuvo frente a él, convertido en un hombre joven. Los otros individuos se inclinaron con solemnidad.
Un escalofrío que parecía familiar subió por la espalda del forastero.
─Nuevamente me has negado un vaso de agua─. Dijo con aspereza.
─ ¿Acaso es un pecado ser previsor?─ respondió con disgusto.
El joven suspiró.
─ Tu corazón sigue siendo de piedra. Has caminado en vano mil años.
Lo miró con tristeza, sin embargo, sentenció.
─Si es necesario caminarás mil años más hasta que la bondad prevalezca en tu corazón─ dicho esto, se alejó.
El condenado gritó, rompiendo el silencio de la explanada.
─ ¿Esa es la forma en que un padre debe enseñar a sus hijos? ¿No es suficiente castigo todo este tiempo?
Con el rostro desfigurado por la ira observó cómo se alejaban dejándolo en completa soledad.
─Tú lo tienes todo y quieres quitarme lo poco que tengo─ vociferó con los ojos desencajados. ─Escucha bien… te diré mil veces no. ¡No compartiré lo que es mío!
Lo último que se escuchó fue su gran carcajada que más bien pareció el aullido de un chacal moribundo.
*****
El hombre de ojos pardo tendido en la orilla de la playa despertó sobresaltado. El sol junto al agua salina parecía quemar su magullado cuerpo.
Se sintió aliviado, había sobrevivido al naufragio. Parecía ser el único sobreviviente.
Caminó buscando algún indicio de vegetación, pero solo encontró rocas.
La felicidad inicial pronto pasó al olvido, estaba sediento. Necesitaba agua con desesperación. Subió con dificultad el acantilado y al llegar a la cúspide observó con pesar, que la maldita isla estaba conformada exclusivamente por rocas y piedras.
Cayó rendido y lloró con amargura. Se había salvado solo para morir como un perro abandonado y sediento.
Su garganta inflamada le dificultaba respirar. Entendió que no podría seguir aguantando esa tortura. Se acercó al abismo dispuesto a acabar con su sufrimiento.
Extendió sus brazos al borde del abismo y miró por última vez la inhóspita isla. Agudizó su vista y divisó una pequeña gruta que contrastaba con el gris rocoso del acantilado. Se dirigió hacia ese lugar con lentitud.
Pensó que estaba delirando al contemplar una pequeña gotera que se deslizaba sinuosa hasta depositarse en una especie de jarra que se había formado de manera natural.
La removió con extremo cuidado y bebió. Una sensación de frescura y vida recorrió su cuerpo.
Dejó la diminuta vasija en su lugar. Se tendió lo más cerca que pudo para ser testigo del milagro que se estaba produciendo. Otra gota cayó con sutileza y el hombre sonrió enternecido.
El tiesto volvió a llenarse. Lo levantó con manos temblorosas para beber.
De improviso fue interrumpido. Alguien se acercaba. De inmediato ocultó su tesoro. Miró con odio al recién llegado que lo observaba en completo silencio.
─ ¿Qué quieres?─gritó enfadado.
─ Tú lo sabes. Estoy sediento.
Su primer pensamiento fue beberse el agua de una sola vez. Luego miró al joven, y se vio a sí mismo, ávido de aliviar esa dolorosa necesidad de beber un sorbo de agua.
Después de un profundo suspiro, tomó el pequeño vaso y se lo ofreció.
El extraño bebió con calma, mirándolo fijamente.
─ Es tu turno ahora─ dijo.
Lo recibió sorprendido. El recipiente estaba lleno. Bebió hasta que su sed fue aplacada por completo.
Observó las manos del extraño y se dio cuenta de las heridas en sus palmas.
Sus ojos se llenaron de lágrimas antes de hablar con tristeza.
─He caminado durante mucho tiempo… He sido testigo de guerras, de muerte y destrucción, de avaricia y abusos, pero nada de esto me importó. Lo peor de la conducta humana no estaba en los que provocaban sufrimiento, se alojaba en mi propio corazón.
Lo miró suplicante.
─Ahora estoy cansado de caminar.
El joven lo abrazó con compasión antes de hablar.
─Mi tiempo se ha cumplido, también el tuyo. Es hora de volver a casa.
El sol se refugiaba en su ocaso cuando se bajó del asno que lo acompañaba por las áridas tierras de Canaán. Abrió la puerta de su hogar. Su mujer preparaba la cena, sus dos pequeños hijos se abalanzaron sobre él.
Se sentó a la mesa. Un extraño pensamiento se presentó de improviso: Le pareció haber estado ausente durante mucho…mucho tiempo.
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