Ya no recuerda mi nombre y mi cara se le hace extraña. Sin embargo, hay algo que siempre la hace sonreír: el olor de la comida. Así que he decidido, que a partir de hoy, seré su chef personal. Prepararé sus platillos favoritos todos los días. Sé que es feliz cuando huele la comida, lo expresa en su rostro que se ilumina y sus ojos que adquieren ese brillo tan especial.
En este nuevo contexto, el miedo irracional que siempre manifesté ante ciertos sonidos estridentes ha desaparecido. Ya no tengo muecas de desagrado al sentir el sonido repentino de los cubiertos en su plato de porcelana. Ahora, sólo siento inmensa alegría al ver sus manos frágiles y temblorosas, como mariposas danzantes venciendo la resistencia del aire y llevando amorosas las raciones a su boca. Verla comer, se ha convertido —desde este instante—, en mi ritual favorito. Luego, me encargaré de limpiar los restos de alimentos que caen al suelo y sobre su vestido. Ahora, sólo quiero disfrutar al verla atiborrarse. No tengo más prisas, la veo saborear cada alimento con el ansia infinita de un niño ante su golosina preferida.
En este momento, mi mayor preocupación es lograr que su vida sea, en lo posible, lo más cómoda y afortunada. Me convertiré en su cuidador principal. Al principio será difícil, es cierto, pero poco a poco aprenderé a aceptarlo y me adaptaré a sus necesidades.
Además de cocinar, también me encargaré de vestirle y hacerle la cama. Me gusta pensar que, aunque no puede recordarme, podrá sentir todo el amor que le tengo cada vez que cierre los botones de su blusa o ajuste sus zapatos.
Le digo «te amo» y en su cara arrugada se dibuja de nuevo una sonrisa. Sé que mi voz le resulta agradable y familiar, aunque mi rostro se haya perdido en algún lugar de su memoria. Con su voz tenue, como cuerdas de un violín mal afinado, me dice: «y tú, ¿quién eres?».
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