Ángeles tiene 87 años y las manos muy arrugadas.
Mientras yo limpiaba el baño (la acababa de duchar), ella iba a la galería con unos calcetines y unas bragas sucias que quería lavar a mano a pesar de tener lavadora. El trozo de jabón casero que ella misma hacía, con aceite usado y sosa cáustica, esperaba ser frotado por su creadora.
La pila era blanca y profunda, como un antiguo y pequeño lavadero. Ángeles se apoyaba en el saliente de este, estiraba y estrujaba de manera rápida y rítmica. Del jabón parecían salir chispitas que brillaban y se zambullían con el agua.
Los dedos de Ángeles, que en reposo parecían atrofiados, ahora se trabajaban con fuerza y brío.
La fui a ayudar.
-¡Quita, quita! -me espetó.
Me empezaron a escocer los dedos del jabón y la dejé a ella seguir. Después de tantos años lavando a mano su piel se había acostumbrado al escozor.
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