Su tristeza indomable se reflejó en el agua turbia. El pánico inundó su aparente calma. Sus padres lo notaron, pero no dijeron nada. La tarde era gris, el agua fría. El niño de nueve años sabía que el holocausto nuclear era inminente.
Se secó las lágrimas. Se subió la manga de su suéter café de lana burda, metió el brazo en el agua lentamente y en un intento inocente de comunicarle a “alguien” que habíamos existido, escribió su nombre completo en el fondo enlamado de la fuente.
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