¿Quién me mandaría meterte en este lío, verdad, hijo mío? Cada día,
teniendo que cumplir con la rutina de una amarga despedida, resabiados
tus ojos, llenos de cólera y lamento, que se sabrán de nuevo felices al
cabo de un rato, pero almacenan dentro de sí litros y litros de angustia
líquida, preparada para derramarse cuando menos te lo esperes.
Pero no me juzgues, porque el cariño manso mata y debilita los corazones
hambrientos como el mío. Y que le voy a hacer, si soy preso de mi
soledad, que me enaltece y descoloca. No te pido que lo entiendas ni lo compartas, solo que algun día puedas aceptarlo.
Y cuando me rechaces, desapareceré. Y cuando me necesites, apareceré
ipso facto, porque me enseñaste sin quererlo la lección más difícil de
aprender: el amor a primera vista con el que me obsequiaste
la primera vez que nuestros ojos se cruzaron, eras tu un cachito de
carne arrugado, un trocito de mí que venía aquí para rellenar las
huellas que dejé a medias en el pasado y crear las suyas propias.
El amor incondicional por encima de todo y de todos, el amor inexistente,
el amor más egoísta y exigente, el amor que es un delirio.
Seré tu ángel de la guarda, tu consejero y bienhechor, el chico de los
recados, el fuego que anida en tu interior y el estupor que retumba sobre tus poros porque, aunque ser padre es el negocio más sangriento y desagradecido, me das cobijo en tu joven corazón, impoluto e inmaculado,
sin trazas de perturbación, vivaracho y alegre dando botes sin razón alguna dentro del caparazón de la inocencia más pura. Me alimento de tu mirada sincera y desprovista de cualquier tipo de maldad. Me duermo al compás de tu respiración, leve, aguda, tranquila y resucito, con el timbre de tu voz que da vida de nuevo a la sangre almacenada en mis arterias y que creía desaparecida.
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