Se instaló aprovechando que nadie podía verle, ni llamar la atención, ni mucho menos impedir su ocupación. Quizá, velando mi sueño en la nocturnidad, la persiana propuso una alarma que, de puro cansancio, fue incapaz de sostener la suficiente vigilia para detectar su llegada; al izarla, a cada tramo, en cada pausa, iba presentándose en pequeños minuetos, como una promesa esmeralda que hubiera dilapidado toda su densidad y en su última voluntad deseara quedar prendida en un árbol de navidad a merced de una impúber curiosidad o ignorada, relegada al último rincón de la memoria.
La cristalera de la residencia que hay frente a casa empujaba el reflejo solar a través de su menuda presencia. Lo atrapaba y matizaba desde una modestia congénita, enviando suspiros a los oceánicos trigales de mi querida Olcadia: donde su brisa contiene, generosamente, el tiempo para discernir cuál sería el idóneo material con el que levantar el panteón que albergará su postrer espíritu. Esa misma mañana, cuando abrí el diario, una foto en la sección de Medioambiente me mostró unas viejas compañeras suyas arribando en una playa distinguiéndose entre el naufragio de otros enseres abandonados a su suerte.
Pero ahora estaba delante de ella, balanceado en el filo de un interrogante que batía con frenéticas revoluciones los principios que discutía acaloradamente cuando surgía el tema de los despojos de esta sociedad de consumo. En casa, alargamos su existencia hasta que la elasticidad no da más de sí, hasta que se abre el vano que le aboca a un constreñido responso. Después, embarcada en el ferry establecido para su extrema singladura, se despoja de la finalidad para la que fue creada. Todo su mundo se vierte en incertidumbre: quizá torne en una nueva utilidad, se desplace hasta remotas playas o, en su viaje, ejerza de infame verdugo deslizando la afilada guillotina sobre un reo cuyo único delito fue servir pacíficamente en una sociedad hostil.
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