Soy el relevo de fin de semana en la terminal de ómnibus, me toca acompañar a los pasajeros hacia los taxis para que no se suban a un automóvil con tulipa pero sin permisos. Para que no los timen, que se entienda. A veces los viajeros son buena gente, se les nota, aún cuando algo de asombro, temor o prejuicio les empaña la visión. Uno puede darse cuenta. Otras veces, lucen una sonrisa compasiva y contemplan todo desde un palco, como si fueran muy altos y los condujera un criado. Estos se creen más listos que uno. No sé con exactitud qué cosa les pone esa idea en la cabeza, quizás el hecho de tener varias credenciales en mano, tal vez el origen del que proceden. Suelen tener la manía de explicarnos a los guías lo que vemos, o mejor dicho, lo que les mostramos. Nos interrumpen, nos corrigen, nos miran con indulgencia.
Cierta tarde, un trajeado con dejo inglés me solicitó un recorrido inusual. Me contrató para que lo llevara a una villa. Con mucho tacto le expuse que las villas forman parte de la zona marginal, que son un conglomerado de precariedad y basurales a cielo abierto. Pero insisitió. De modo que nos metimos por Villa Caridad, y que Dios nos ampare. Ante el apiñadero de techos de chapa y nylon, el visitante esbozó una mueca despectiva. Increiblemente su deseo era pasear a pie. Lo vi tomarse fotos junto a una señora greñuda y, después, frotarse las palmas en el pantalón. Dijo, con desaprobación: ¡Tanta miseria, ah, pero tienen antenas de televisión y cambian carteras!
Es el reproche más común hacia la gente de clase sencilla: tienen para aquello, pero no tienen para esto. No me sorprendió, excepto por la mención de las carteras.
—¿A qué se refiere con carteras?—pregunté.
—Las carteras, las billeteras—reiteró, con su actitud de entenderlo todo y su mirada soberbia—. No tienen para arreglar los techos, pero cambian de bolsos a cada rato. ¿No te has fijado la cantidad que hay tirados por doquier?
Su deducción me hizo estallar en un risa que él recibió como una bofetada.
—Por Dios, si tengo razón. Por eso están así —sanjó, tozudo, mientras un motochorro pasaba a centímetros, con el brazo estirado.
No tuve tiempo de intervenir. El fugaz encuentro lo dejó tambaleando sobre la acera, dando vueltas como un trompo, literalmente. Se llevó las manos a los bolsillos, desesperado, pero ya era demasiado tarde. Otra billetera más regada en Villa Caridad.
OPINIONES Y COMENTARIOS