Lo miré. Estaba dormido sobre mi hombro, el pelo revuelto, los cachetes rojos, el chupete ladeado a un costado de su boca. Se llama Emiliano, tiene dos años y es mi cuarto nieto. Recordé mis diecisiete años, un día en que estaba acompañando a la puerta del Profesorado a un profesor mío que tenía problemas para ver de cerca, pero que veía muy bien de lejos, veía el universo y más allá; se llamaba Jorge Luis Borges y esa vez me dijo: “No diga ‘feliz’, diga ‘amable’, es mucho más posible.” Cómo hacer, entonces pensé, para que su vida sea amable, para que nadie lo lastime con palabras, para que encuentre su vocación, para que no lo asalten, para que sea valorado, para que los inevitables golpes de la vida lo moldeen sin deformarlo, para que su sonrisa nunca pierda esa calidez invitante que tuvo desde que nació? Y de pronto supe que no podía hacer nada distinto a lo que estaba haciendo: darle presencia, apoyo, afecto; ir con él al puente a ver los trenes; treparme con él al árbol gordo del parque Rivadavia, al que también había trepado su mamá Aimée, su tío Federico; festejar todo, no solo los cumples, los días de la vida todos los días. Parece que le pareció bien pues de pronto abrió los ojos, me miró sonriente, se calzó el chupete, me abrazó muy fuerte, y…siguió durmiendo en paz.
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