Lucía no se levantó aquella mañana y sus zapatos se fueron solos a la
oficina. Caminaron por las calles hasta el edificio, entraron en el ascensor,
subieron a su planta y se colocaron frente a la mesa del ordenador.
Sus compañeros saludaron como si ella estuviese allí, pero Lucía seguía
tendida en su cama, con los ojos abiertos, fijos en algún punto del techo.
Los zapatos continuaron yendo a trabajar día tras día sin que nadie echase
de menos a su dueña, hasta que un día ellos también se sintieron tan viejos
y cansados que se quedaron junto a Lucía, mirando el vacío de la habitación.
Poco después, ambos fueron enterrados.
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