Y, a veces, miro aquella colección de perros de la estantería.
Se los comprabas a las chicas rumanas de la calle, ya que te daban pena. Siempre tan empático. Llegabas a casa, gritabas dulcemente mi nombre y me dabas el pequeño regalo. Mi sonrisa contagiaba la tuya.
Y, así de simple era la felicidad.
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