Relato infraordinario

Los bares están sobrevalorados.

Uno no se puede relajar entre clientes ansiosos que necesitan calmar el estrés diario con cerveza.

Y qué decir de los restaurantes.

Todo está tan cuidado que no queda lugar para lo espontáneo.

Donde de verdad se disfruta es en las cafeterías.

En ellas se va a desayunar, cuando la juventud del día impide que los demonios internos hayan despertado. 

O a tomar el café de la tarde, mientras el sol permanece aún en el cielo iluminándonos. 

Me encanta la sonrisa del dueño del local que te invita a pasar un rato de tu vida en su casa.

La conversación entre dos limpiadoras con una mirada más valiosa que todo el dinero del director de la empresa de la oficina que adecentan.

El amargor del café, el azúcar del zumo de naranja, la sal de la mantequilla.

Los amigos que se reúnen porque quieren saber cómo transcurren las vidas de esas personas a las que tanto quieren.

Las risas del corrillo de camareras detrás de la barra por las que los jóvenes deberían reivindicarse y no por las cínicas campañas del gobierno.

Los albañiles llenos de tanta vitalidad que, después de levantar los apartamentos colindantes a la cafetería, pueden construir las sonrisas de las muchachas.

La ternura del círculo de señoras sentadas alrededor de la mesa donde reposan el cucurucho de churros calientes y las tazas de chocolate humeante.

Los novios que se deleitan con una tarrina de un helado artesanal que me ilusiona infinitas veces más que el último avance tecnológico.

La inocencia de los hermanos que juegan con el coche de juguete y la muñeca, ajenos al dolor de la vida.

Las cafeterías son un espectáculo para los sentidos y un refugio para el corazón.

Los mejores sitios para beber y comer, y no los bares y los restaurantes.

Porque, además de todo lo mencionado, tienen cerveza y la comida más deliciosa del mundo.

¿No me crees?

Entonces, ¿qué me dices de las tostadas de jamón serrano y tomate natural en un mollete caliente impregnado con aceite de oliva?

Asunto cerrado.

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