Hasta que las velas no ardan

Hasta que las velas no ardan

HASTA QUE LAS VELAS NO ARDAN

Escribir, tan solo escribir, tan simple como eso. De noche, cansado de la labor diaria. Decir el alma con un teclado y verla en una pantalla, como estoy haciendo ahora; o con el bolígrafo en un papel, o mejor con el lápiz, ya pequeño, gastado de tanto sacarle punta. Tan simple como eso: el fin restaurador de un día cualquiera. Y cuando el cansancio de los ojos primero y de todo el ser después silencien el tac, tac, tac de mis letras o hayan agotado el lápiz y ya no encuentre el sacapuntas, todavía seguirán despiertos los pensamientos; y cuando “las velas no ardan”, ya entrado en sueño, nada podrá impedir que acceda al universo de los sentimientos y los pensamientos olvidados, simples y cotidianos, restos del día, como dicen, pero que por sí solos tejen historias, inesperadas, inexplicables.

Y al otro día con las primeras luces o a veces un poco antes, volverá la lluvia tibia de la ducha, la afeitadora, el cepillo dental, después el café cortado y las llaves del auto: el inefable universo de mi día ordinario. Volveré a mi tarea de remediar padecimientos en personas pacientes y cansadas, casi todo el día; y luego, pleno de sus alivios o sus penas, y de mis sueños, volveré al tac, tac, tac de mi espíritu, otra vez, “hasta que las velas no ardan”. Mirar, escuchar, leer, sentir, pensar, soñar y escribir: vivir, de eso se trata; tan simple como eso.

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